De un tiempo a esta parte, resuena en muchos lados (el salón de clases, el café, las redes sociales) el tema de moda: las creaciones literarias (y otros procesos de escritura) diseñadas por un variado número de inteligencias artificiales. El azoro es comprensible y reconozco que no poseo ni los datos precisos ni la experiencia necesaria para hablar con propiedad sobre el asunto. Me aventuro y arriesgo, entonces, a andar a tientas y a emitir juicios precarios y efímeros, pero basados en mi formación como lector. Afirmo, primero, que no estoy en contra de que una máquina escriba (a estas alturas de la vida, la censura me parece todavía más absurda): al contrario, tengo interés en leerla y ver hasta dónde los algoritmos pueden suplir a la imaginación. No dudo tampoco (eso sería absurdo y necio) de sus capacidades para elegir palabras y construir oraciones: el lenguaje posee dos dimensiones que se avienen con la rigurosidad de la ciencia: la lógica y la gramatical. Pero existe una tercera dimensión que podríamos llamar “la loca de la casa”: la retórica, que muchas veces se manifiesta de manera contraria al pensamiento lógico y ordenado. Figuras como la metáfora, la metonimia, la sinécdoque y el oxímoron, por nombrar sólo algunas, “afectan” (y muchas veces invierten) la “racionalidad” del lenguaje, alimentando una inagotable polisemia que nos permite realizar múltiples lecturas de un mismo texto.
Dicho lo anterior, repito: no desconfío de la corrección y propiedad de las oraciones formuladas automáticamente por la inteligencia artificial (incluso en los casos en que se aventure a formas narrativas más experimentales, como el monólogo interior), ni de la infinita combinación de posibilidades argumentativas, ni de la riqueza de sus adjetivaciones, ni de la perfecta conjugación verbal, ni el correcto uso de los pronombres. Estoy consciente también de sus “habilidades innatas”, como el aprendizaje automático, el Deep Learnign y el procesamiento del lenguaje natural que la ayudan a asimilar montañas de datos y de circunstancias factibles. Sé, por ejemplo, que el software llamado Neurowriter es capaz de reproducir con exactitud el estilo de Cervantes o de cualquier otro autor que alimente su base de datos y que seguramente muy pronto nos sorprenderá con formas insospechadas de narrar (como esas estrafalarias imágenes artificiales creadas a partir de descripciones verbales que vemos ahora en las redes sociales). Y la lista podría seguir ininterrumpidamente…
Supongo, sin embargo, que una máquina no describiría a la estatua de la libertad sosteniendo una espada, como “erróneamente” lo hizo Kafka en su novela América (titulada originalmente como El desaparecido), ni se adentraría en las contradicciones de la condición humana. Al menos no de manera involuntaria ni intuitiva. Si lo hace, lo haría de manera programada. Porque si algo nos atrae de la literatura no es sólo su capacidad imaginativa, ni su exploración del lenguaje, sino el estado permanente de indeterminación, ese universo conjugado en modo subjuntivo, repleto de “verdades sospechosas”, que dice mucho más de lo que autores y creadoras han querido decir. Parafraseando a Stendhal, la literatura es muchas veces el relato de quien ha tomado el “camino equivocado” ante un sendero que se bifurca ante sus ojos. El largo y sinuoso rodeo para salir o volver a casa, el mensaje equivocado o tergiversado, la carta extraviada, el desencuentro permanente, el vuelo perdido, el tren retrasado, el coche averiado. Quiero decir que leemos literatura no solamente para deslumbrarnos ante la capacidad imaginativa o verbal, sino para entendernos, para compartir experiencias y explorar nuestras soledades. Seguramente experimentaremos nuevas cosas al leer a las máquinas, y eso está bien, pero necesitaremos sin duda el relato y la confidencia de quienes han equivocado el camino en la exploración de la existencia.