De nubes y cielo
Carlos A. Ponzio de León
Don Alonso colocó la silla de montar en su caballo favorito: un ejemplar pura sangre de 90,000 dólares llamado Soifo. Luego de ensillarlo, lo sacó de las caballerizas y caminó junto a él hasta la pista, en su rancho privado en Bosques de Chapultepec. Trepó de un solo salto para su paseo vespertino de los sábados. El hombre, casi cumplidos los cuarenta, llevaba sus botas Lucchese y un sombrero Louis Mariette, conocido como "El sombrero del amor". A simple vista, era obvio que don Alonso tenía todo en la vida: Amigos que lo vacilaban de vez en cuando, una mansión decorada al estilo oriental, su enorme cava de whiskeys de colección, autos clásicos y dos yates siempre esperándolo en las playas de Florida y Cozumel. Curiosamente, solo tenía una duda, a pesar de sus casas de verano y sus viajes a los lugares más recónditos del mundo, solo una duda. ¿Le faltaba lo que llevaba sembrado en la cabeza: el amor sincero de amigos y su pareja? ¿Recibía el amor y la amistad desinteresadamente o los compraba? ¿Conocía el verdadero amor?
Había hecho su fortuna como banquero. Siempre realizó de manera excelsa su trabajo. Si Dios le dio diez pesos, él hizo otros diez con ellos. Y aunque no había obtenido las mejores notas en la universidad, contó con el carisma requerido para sembrar la seguridad necesaria en sus primeros clientes, quienes le confiaron sus ahorros para invertirlos. Y tuvo mucho más que buena suerte, "un olfato fino para obtener rendimientos", decía él. La murmuración en los círculos de los más ricos sobre sus resultados bancarios le trajo un número cada vez mayor de gente asidua a su negocio. Pronto contrató gente más estudiada que él y su empresa fue creciendo como meteoro que recorre el espacio a cuarenta kilómetros por segundo: en un período de quince años engrandeció hasta convertirse en uno de los escasos diez bancos con representación a escala nacional. El más pequeño, pero en todo el territorio, al fin y al cabo.
Ese sábado, trotando con su querido pura sangre, sintiendo que volaba por el aire, regresó a sus pensamientos de la semana. El contrato con el despacho de abogados que le ayudaría a extender sus actividades bancarias a la Argentina. Ya había formado el equipo de administradores que estaba realizando la planeación. Entonces dio vuelta a la curva sur de la pista cuando sintió un dolor en el pecho, justo del lado izquierdo. Su intuición comenzó a arrebatarle la paz como una piedra pesada de ansiedad. Completó una vuelta al óvalo sur de la pista con su alazán y el dolor se intensificó: además de que comenzó a aparecer también en la espalda. Decidió devolver el caballo a la caballeriza.
Buscó inmediatamente a su mujer por celular: la aflicción comenzaba a incrementarse con rapidez. Su chofer le había pedido el día libre; así es que ella fue quien pasó a recogerlo al rancho. Para cuando arribó, el mal también apareció en la cabeza.
En media hora llegaron al área de urgencias del hospital. Lo ingresaron en camilla porque no podía sostenerse en pie. Lo acomodaron en su cama de cubículo y prontamente una enfermera arribó para tomarle la presión, mientras otra le limpiaba el área del codo interno del otro brazo, con alcohol: introduciría una aguja dentro de la vena para llenar tres tubos con sangre. Inmediatamente después fue trasladado al área de ecocardiogramas transesofágicos. Media hora más tarde, al ver los resultados, su médico ordenó una tomografía del tórax y una angiografía por resonancia magnética. Lo trasladaron a las áreas correspondientes. Su esposa, una mujer espléndidamente arreglada y de treinta años, diez años menor que él, aguardaba en una sala de espera, sin tener noticias sobre lo que sucedía.
Don Alonso, como lo llamaban las mujeres que ayudaban con las tareas domésticas en su mansión, comenzó a tener sed: ahí, recostado en la camilla. La enfermera tenía instrucciones precisas de no proveerla si la solicitaba, por si acaso fuera necesaria una operación de emergencia. Y a él, la boca se le secaba como el desierto del Sahara, como el Valle de la Muerte. Sus labios, carnosidad fresca de ilusiones verbales para sus clientes, se habían convertido en materia totalmente reseca. Estaba enojado y dispuesto a pagar treinta mil dólares, en ese instante, por un vaso pequeño de hielo seco, poroso y arrugado, pero lleno de agua. ¿Podría sobornar a la enfermera? A estas alturas de la vida, ¿qué le era imposible comprar con dinero? Hasta amistades y esposa, quizás...
La enfermera arribó a su cubículo y corrió la cortina. Ahora podía ver un espacio grande del área de urgencias. Notó al resto de pacientes en sus camillas. Y entonces, recostado, pensó: ¿en qué era diferente a ellos?
Llegó el médico. La arteria aorta se había desgarrado. Le quedaban un par de horas. ¿Por qué había pasado eso? Ni si quiera obtuvo una respuesta concreta. ¿Quién heredaría sus posesiones? No decidió gastar mucho tiempo en ello. Le trajeron el vaso de agua y lo bebió despacio, buscando con la mirada una ventana que diera hacia algún jardín con un árbol y un pájaro cantando, pero todo a su alrededor era pared blanca: concreto duro pintado de lo que serían sus nubes y su cielo.
Cuento para mi padre
Olga de León G.
Iniciaban los años de la década de 1940, el mundo aún seguía convulsionado con las disputas internas de algunos países, las abismales diferencias económicas y la Segunda Guerra mundial. La ambición y el hambre de poder y dominio de unos sobre otros era el signo de los tiempos. Mientras en México pareciera que iniciaba un avance hacia la democracia, la justicia y defensa de los derechos de los más desposeídos, cuando hasta en uno de los estados menos revolucionarios del norte, la influencia del cardenismo había hecho nido en la Universidad. Se formó una sociedad de estudiantes de izquierda que pronto verían apagarse sus ideales de democracia, justicia, ciencia y verdad por encima de los valores y credos de la Iglesia y el poder del capital más fuerte de México, entonces y aún ahora.
Estudiaba mi padre Derecho en la Universidad, trabajando y ahorrando había terminado su secundaria y continuado con el bachillerato. Pocos años más tarde se casaría con mi madre, ya habiendo terminado sus estudios de la licenciatura, ya casado terminaría su Tesis y presentaría el examen profesional...
Luego llegamos nosotros, los hijos. Y sus sueños, entonces, fueron naciendo de las expectativas que le dimos, cada uno distintas, pero en todo caso, cada una resultó como él lo imaginaba. Fue un padre de gran visión y conocimiento certero y objetivo de las capacidades de sus hijos... Aún niños, algunos, otros adolescentes, y un par de incipientes jóvenes que no alcanzó a ver de mayores...
Padre, esta, ya ha sido una muy larga introducción a la carta-cuento que hoy quiero escribirte. Quiero creer con toda la fuerza de mi espíritu, que tú sabrás entenderme; pero, sobre todo, ¡que podrás leer estas líneas! Qué pensamiento más loco, para alguien que se dice "libre pensadora" (por la Gracia de Dios, ¡claro!). En fin, va mi carta-cuento:
Querido padre:
¡Todos estamos bien! Sí, así es, en términos generales, con los naturales bemoles en nuestros achaques de salud, dada la edad con que ya contamos todos tras cincuenta y tres años de tu partida y cuarenta y nueve de la de mamá, que confío siga a tu lado y bajo tu cariño y cuidados.
¡Cuánta falta nos hiciste, nos hicieron ambos! Y nos sigues haciendo, especialmente en estos momentos, en los que una ventana de esperanza para no heredar problemas a nuestros hijos abrió uno de los hermanos. Pero, por irrisorio o increíble que parezca, uno o no sé si dos de nosotros seis, puso el frijolito entre los maíces y hace imposible que el único bien relativamente mayor que conservamos, mismo que forjamos los mayores con mucho esfuerzo con lo que tú pudiste dejarnos y nosotros cuidamos que nuestra madre tuviera tranquilidad...
Ahora, a casi cincuenta años de su partida, cuando parecía que habría consenso para finiquitar ese bien, dejando a buen resguardo a nuestra hermana, que allí vive y que podrá seguir viviendo por toda su vida en la misma casa, pero con una parte equitativa de esa venta para cada uno de los otros hermanos, alguien puso requisitos imposibles de conciliar.
Me pregunto: ¿si seis hijos no pueden ponerse de acuerdo, podrán hacerlo los nietos? No, por supuesto que no. Solo les estaremos heredando un problema irresoluto.
Gracias por todo lo que nos diste durante tus pocos años entre nosotros, como padre. Tu vida fue ejemplo para mí y segura estoy que para el resto de mis hermanos igual. A nosotros nos toca ahora rendir verdadero homenaje a tu memoria y a la de nuestra santa madre, mujer que sufrió de niña y de joven la negación de sus padres, pero que tuvo mucho amor de parte de la que, siendo su abuela, fungió como amorosa mamá.
Que la cordura, la razón y el bien para todos nosotros triunfe en la decisión de "no dejar problemas a los hijos", para quienes los tenemos, y disfrutar de una regalía pequeña más, ahora que tanto la necesitamos todos.
"Óyeme tú mi hijo, que te lo digo a ti, mi hermano".