El alacrán y la culebra

Lo maravilloso fue ver a Alexia volando y riendo plena de felicidad, como si estuviese jugando con su ángel de la guarda, o con el mismísimo Dios Padre

Unas cuantas preguntas

Carlos A. Ponzio de León

    

    Salí de mi oficina a las diez treinta de la mañana. Es decir, hora y media antes del tiempo marcado para la comida en el trabajo. No iba a regatearle al Profesor Xin-Jan y proponerle un cambio a la hora que él había planteado para nuestro encuentro. Hacía cuatro años que no nos veíamos y yo, desde entonces, sentía un profundo respeto por todos aquellos quienes habían sido mis mentores, (cosa que aún mantengo y con afecto). Pero había algo más que el respeto. Un aspecto tradicional y burocrático de nuestro país: Xin-Jan era la clave para que yo pudiera regresar a la academia, luego de varios años de trabajo que me tenían exhausto en una oficina gubernamental.

    ¿Cómo podía yo llegar a ser reconsiderado por un gremio que había abandonado con desprecio casi una década atrás? Fácilmente: con la recomendación del Dr. Xin-Jan. El respeto que sentíamos el uno por el otro era sincero. Él seguía citando mis escritos y hablando elocuencias de mis investigaciones de posgrado, incluso en sus conferencias en el extranjero. Así es que decidí salir de la oficina temprano. Le avisé a mi jefe que comería fuera. Apagué el celular, caminé a la estación del metro Gou y abordé el transporte público rumbo al sur de la ciudad.

    Mi trabajo, lo he dicho: era sofocante: de siete de la mañana a diez de la noche, con poca actividad intelectual y mucho qué hacer en términos de reuniones: larguísimas quietudes sobre las que siempre me quedaba la duda: ¿cuáles han sido los avances de esta junta?, ¿por qué se mueve el mundo y yo no? Salía de cada sesión con más y más trabajo: acumulándose sin nunca completarse. Pronto salía la nueva emergencia que debía atenderse en cuestión de horas. Hasta que el nuevo chimpanzaso aparecía: Otra vez: el llamado urgente a la oficina del jefe, a donde uno llegaba con su libretita y pluma. Había que concentrar toda la atención en el superior del superior del jefe, quien no era más que un pelmazo nombrado en el puesto porque era amigo del Gran Gurú: alguno que le había tocado adquirir como amigo o compadre en la vida. Así eran las cosas por aquellos tiempos tan lejanos de esta China postmoderna.

    Descendí en Mo y caminé por la acera en busca del restaurante extranjero. Pregunté a varios transeúntes y ninguno lograba ubicarlo hasta que una señorita me dijo: "Está cerca de la estación Baozi". Regresé tres estaciones al norte. Ahí estaba Moxige Sushidian, con su logo de un esquimal envuelto en una sábana azteca.

    El Dr. Xin-Jan no había llegado. Tomé asiento y ordené un chupito de Moutai. Lo bebí de un sorbo. Luego me trajeron una cerveza, Tsingtao, la cual bebí despacio. Treinta minutos después, Xin Jan seguía sin arribar. Un camarero se acercó para preguntar mi nombre. "Llamó la asistente del Dr. Xin-Jan para avisarle que él viene un poco tarde, pero que sí viene para acá". A los quince minutos lo recibí con un abrazo. "En este restaurante hay que probar el tequila", dijo mi exprofesor mientras tomaba asiento.

    Ordenamos un plato al centro de la mesa con comida mexicana. Carne de cerdo envuelta en sábanas calientes; creo que preparadas con maíz, o arroz mexicano, no recuerdo bien. Pronto logré sincerarme con mi antiguo profesor. "Debe decidir regresar a la academia", me dijo. "¿Cómo puedo lograrlo?". "Hay que esperar a que se abra alguna plaza. Sus credenciales le valdrán... y alguna que otra recomendación". Luego soltó una carcajada alzando su vaso de tequila en señal de brindis y haciendo un guiño con el ojo izquierdo...

    "¿La sabiduría?", comenzó a decirme, "¿cómo aspira usted a una sabiduría infinita si tiene el tamaño de un ser humano? No sabe ni qué lo mueve. Así no puede alcanzarse la sabiduría infinita".

    Creo que para entonces yo ya me encontraba intoxicado. Al ordenar la cuenta, no supe ni cuánto pagué. Caminamos juntos a la estación del metro. Yo viajaría rumbo al norte, él hacia el sur. No recuerdo mucho más. Me encontraba en una caseta de teléfono público. Mi esposa me preguntaba dónde estaba. No sabía qué decirle. Noté el letrero de la calle: "en Yishide". "¿Y esquina con qué?". "creo que con Buda".

    Luego recuerdo ir viajando solo en el camión, tomado del tubo de metal, cuando de súbito: mi vómito fue escupido sobre el piso. ¿Por qué la ciencia evoluciona, pero la sabiduría no? Siempre la misma canción y yo cantándola. ¿La filosofía evoluciona?

    Después desperté: estaba recostado sobre mi cama, con un amargo dolor de cabeza y mi esposa gritándome por lo irresponsable que había sido. ¿Y si el mesero había echado algún veneno en mi bebida? Pregunté sin responder.

La magia de los plásticos

Olga de León G.

¿Por qué los niños "Baby Boomers" no se volvieron violentos? Tanto que jugaron con carritos y pistolas, caballos y otros animalitos de plástico o pequeños muñecos, que son reproducciones de los héroes de las películas del momento, a los que vieron en la caja idiotizadora, de la que ya existía por lo menos una en cada casa u hogar de clase media y alta, y no se volvieron ni asesinos ni violentos, no en lo general.

¿Y por qué, en cambio, las niñas que jugaron con muñecas y trastecitos, no todas se quedaron solo con eso, ni se convirtieron en madres y amas de casa, como única función o aspiración de vida sino que fueron pioneras en realizar carreras universitarias?

    A diferencia de las generaciones posteriores y actuales que cada vez han venido desarrollándose con menos apego a los principios éticos, ya no digamos a la moral de sus padres.

Pareciera mucho más sencillo responder a esta última pregunta que a las anteriores. Sin embargo, las dos primeras tienen no una sino varias causas o razones: los genes, los ejemplos que aprehenden de sus padres, la invasiva publicidad, la televisión, los amiguitos; entre otras.

Pero eso ya será tema para otra ocasión, en algún breve o extenso ensayo o en alguna reflexión filosófico-vivencial. 

    Ese día, había llegado a casa de los abuelos maternos la nieta más hermosa del mundo, y quizás no la más traviesa, pero tampoco la menos, por muy bien portada que otros la juzguen; pues o festejas la inteligencia explícita de tus nietos, y te congratulas de ello, o te declaras incapaz de ser objetivo y reconocer la verdad de las cosas sin menoscabo del cariño hacia los nietos y antes, a los hijos que algún día también fueron niños, inquietos y un poco o mucho muy traviesos, como es lo normal en cualquier niño sano e inteligente.

    Volviendo a lo que pretendo que resulte un cuento: "Ese día... llegó a casa nuestra nieta, y como solía hacerlo desde que ya caminaba solita, puesta por su mamá en el piso del recibidor, tras apurados saludos y besos a nosotros los abuelitos, enfiló por el corredor que comunica al resto de la casa, en su parte de atrás, y se metió a la cocina.

    La magia que en ella ejercía ese cuarto estaba en uno de los gabinetes que le quedaba "a pedir de boca" para jugar con todo lo que adentro de él se encontraba. Y, ¡Oh!, Dios me ampare, y prepare como buena abuela, para dejarla hacer y deshacer: una vez más: ¡todo para afuera!

    Lo cierto es que ese gabinete contiene solo elementos de plástico: Tupperware de distinto tamaño, vasos de plástico, tapas y más tapas de diversos contenedores, así como charolas para hielos y otros elementos menos específicos y más inservibles, que algunas mujeres solemos guardar por "si un día se ofrece", o se necesitan, hasta que nos hartan y los echamos a la basura, prácticamente todos, o para ser más objetiva, por lo menos, la mitad de ellos...

    Pero, esa tarde, ella llegó solita y antes que nadie la alcanzara. Jugaría en el piso, apilaría algunos por colores, otros por su forma: juntó los vasos, despreció lo que no encajaba con sus estándares. 

    Dándole un poco de espacio y tiempo para que sacara las cosas con las que iría a jugar, no me fui de inmediato atrás de ella, pero lo hice, cuando desde medio pasillo entre el recibidor del segundo nivel y la cocina, me sorprendió ver una sombra como de tenues rayos multicolores y blancos como destellos de diamantes expuestos en el desierto a una intensa luz solar... 

    Entonces, en el dintel del marco que separa la cocina del pasillo, atónita, me detuve como si uno de esos rayos me hubiese impactado en medio del pecho, el espectáculo era increíble, como película de ficción, Alexia, mi nietecita de un año y medio, subía hasta tocar el techo y bajaba directo al piso junto a la puerta abierta del gabinete con los plásticos: sacaba lo que con sus manitas podía tomar y los arrojaba hacia los lados, adelante y detrás de ella, algunos rodaban debajo de los gabinetes.

    Pero, esa tarde, el desorden era lo menos importante. Lo maravilloso fue ver a Alexia volando y riendo plena de felicidad, como si estuviese jugando con su ángel de la guarda, o con el mismísimo Dios Padre. 

    Y, yo creo -sin ser una devota creyente- que así sucedió. Nuestra casa fue transformada con la presencia de la nieta que prefiere jugar con plásticos de la cocina, que con sus hermosos juguetes y, no es de la generación de los Baby Boomers.