Al Evangelio lo atraviesa una denuncia y una promesa. La denuncia de aquellos que se sienten buenos por sus palabras, pero a quienes contradicen sus hechos. La promesa a quienes arrepentidos de su mala disposición se convierten y cambian de actitud, demostrando con su conducta la conversión. Una denuncia que nos toca también a los buenos cristianos, cuando estamos convencidos de ser fieles por costumbre, y acaso hemos descuidado la fidelidad íntegra a nuestra condición.
Tal vez la costumbre ha ocupado el lugar que en la parábola de Jesús tiene la respuesta rápida del primer hijo, el que recibió con prontitud la orden de su padre de ir a trabajar a la viña, pero no fue. No basta la respuesta acelerada y superficial. Esa nos acerca peligrosamente a la hipocresía de los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo del Evangelio, todos ellos destacados personajes entre los judíos.
No es suficiente ser cristianos de dientes para afuera. Es necesario confirmar con el testimonio, con el modo de vivir y de tratar a los demás, con el lugar dado a Dios a través de nuestra oración y nuestra obediencia a sus mandatos, que somos cristianos.
A la denuncia del primer hijo, que encarna a quienes no se han arrepentido ni han creído en el anuncio del Reino, la contrasta la promesa al segundo. El que en un primer momento se resiste a acatar la palabra. El que tal vez ha tropezado en su vida y ha contravenido la instrucción del padre, pero que finalmente cambia.
No es siempre fácil responder bien en el primer momento. Puede haber pereza, falta de diligencia, torpeza. Así como podemos recorrer nuestra vida y encontrar en ella tumbos y yerros. Pero nunca estamos determinados por el instante. Existe la opción de una nueva respuesta, aun cuando la anterior haya sido equivocada. La promesa, así, consiste en la posibilidad que tenemos de ser reconocidos en la fidelidad a Dios si nos convertimos a su Palabra.
La fuerza de la conversión no puede ser más elocuente que el de la referencia de la parábola. Jesús mismo la explica: el segundo hijo representa a publicanos y prostitutas que se han convertido. A quienes tal vez el juicio humano había descartado ya definitivamente, y que, en cambio, Jesús reconoce como aquellos que se han adelantado en el camino del Reino. A quienes, en efecto, una vida recurrente de pecado había alejado de los mandamientos, pero que, con su transformación, habían recibido una vida nueva.
La Palabra llega hoy a nosotros, denunciando la inercia y la superficialidad, ofreciendo la vida si hay conversión efectiva. De hechos, no de palabras. Conforme a la voluntad de Dios, no a los caprichos humanos.