Amor incondicional
Carlos A. Ponzio de León
“La directora de tu escuela mandó llamar a tu papá”, le dijo la señora Engracia a su hija mientras le lanzaba el plato del desayuno sobre la mesa. El cuerpo de Clarita se estremeció al escuchar el golpe del plástico contra los cubiertos. Llevaba diez minutos sentada en silencio frente a la pequeña mesa blanca y circular, en la que cabían dos personas, apenas tres: con la niña de once años. El almuerzo humeaba formando una columna de vapor de diez centímetros de altura: frijoles negros refritos, dos tortillas de maíz y una taza de café soluble en agua y leche. Clarita apretó los dientes y se talló las palmas de las manos sobre su falda blanca de nailon. “¡Te vas a ensuciar con esas manos marranas!”, le gritó la madre.
El padre de la niña terminaba de arreglarse en la recámara: ahí dormía la abuela y toda la familia. La noche anterior, él había arribado a casa a las dos de la mañana, como de costumbre, al concluir su jornada de trabajo como jefe de meseros en un restaurante de cadena comercial. Ahora debía estar a las ocho de la mañana en la oficina de la directora, y luego debía dirigirse al restaurante pues había que preparar el corte del mes. En la cocina, Engracia le dijo a la niña con su voz corrugada “Tu padre necesita saber de qué se trata”.
Pedro Ramírez había concluido el bachillerato muchos años atrás, con calificaciones sobresalientes. Ingresó con facilidad al primer semestre de psicología en la universidad pública del estado. Luego la novia se le embarazó. Engracia era seis años mayor y habían sido vecinos de toda la vida en el barrio pobre de Fomerrey. Para entonces, ella ya ayudaba en el negocio de sastrería de su propio padre, ubicado en la sala del hogar familiar. Siempre le habían desagradado los libros hasta que desertó escolarmente, tanto por la necesidad económica de la familia, como por sus malas calificaciones que la hicieron reprobar el segundo año de secundaria. Más grande, se hizo novia del mecánico de la cuadra y luego de un hombre casado que conoció en un bar de clase media en Las Brisas. Entonces conoció al joven Pedro Ramírez y a los seis meses vino la preñez. Ocurrió luego que bebieron durante toda una tarde en el centro de la ciudad y decidieron meterse en un hotel barato de trescientos pesos: toda la noche. Era la segunda vez que compartían desnudez.
Pedro Ramírez no creía en Dios; pero Engracia, sí. Tuvieron a la niña. La relación entre los padres de ellos era la de compadres de toda la vida, amigos desde sus infancias. En Fomerrey atestiguaron cómo la sierra iba quedándose pelona mientras la gente arribaba a la zona para construir sus hogares sin los permisos requeridos por las autoridades municipales.
Con el embarazo, Engracia ya no pudo conseguir un trabajo mejor pagado que el que tenía con su padre, y a Pedro no le quedó más que dejar la universidad y prepararse para los gastos. Sintió que un vidrio roto: el de la ventana de su propio futuro, se le enterraba traicioneramente en el pecho. Ya comenzaba a admirar a Freud, Jung y Maslow, en el poco tiempo de estancia en la universidad.
Aquella mañana, Pedro Ramírez terminó de vestirse y atravesó la pequeña sala fría de su casa para entrar en la cocina y sentarse frente a la mesa blanca de plástico. “Dice la niña que la maestra la acusó de copiar en el examen”, le dijo Engracia a su marido. “Yo no fui, papito”, dijo la niña rápidamente, “yo solo estaba asustada”.
La niña no había copiado ninguna respuesta a nadie. Su compañera, Martita, sentada junto a ella en el pupitre para dos del salón de clases, le había movido el brazo para poder ver sus respuestas. Cuando la hija de Engracia sintió el antebrazo de su compañera, se quedó petrificada. Al principio, no entendía qué estaba pasando, pero de pronto supo que Martita copiaba las respuestas de su hoja, no podía creerlo. Se quedó petrificada, mirando fijamente el piso, escondiendo sus manos bajo los muslos. Al descubrirlo, la maestra las reprobó a ambas.
Pedro Ramírez soltó el tenedor detrás de su plato. Se limpió la boca con la manga y con el dedo índice levantó el rostro de su hija para que le mirara a los ojos; y le dijo: “¿Alguna vez te ha faltado comida, Clara?”. La chiquilla soltó una risa nerviosa y cerró los ojos. “Mira, niña”, le dijo el padre apretando los dientes para no gritar: “Mi amor por ti no es incondicional. Es más, ni siquiera me caes bien. Que sea la última vez, o te saco de la escuela”.
Por la ventana de la cocina cruzó un ave negra que sacó de los ojos de Clarita: las dos primeras lágrimas de un río a punto de secarse.
¿Cuánto vale la inocencia?
Olga de León G.
Con una patita impulsas tu cuerpo y saltas, y con la otra te agarras del palo que atraviesa tu jaula… Ándale Pancho, no seas flojo, tú puedes hacerlo sin que nadie te lo mande ni te vea. Ándale periquito lindo, dame el gusto de mirarte hacer tu gran salto. La jaula seguía abierta y sin Pancho dentro… No parecía tener prisa por regresar allí.
Eran las siete de la mañana de ese lunes, y Amelita así hablaba con el perico que tenían en casa, y que siempre amanecía fuera de su jaula. Estaba parado a la orilla de la mesa del desayunador, como si esperara a la niña, como si supiera a qué hora ella estaría allí desayunando cada día de la semana, de lunes a viernes.
Pasaron los días de la primavera y los del verano… Vinieron las vacaciones de la escuela y la niña le dedicó más tiempo a Pancho. Le enseñó a saludar cortésmente a los amigos y a chillar cuando alguien no le gustaba a la niña o al ave.
Luego volvió a la escuela, ahora iría al último grado de la Primaria. Ya bien entrado el otoño, por el mes de octubre, sin previo aviso o señal de que el periquito fuera a irse de la casa; una mañana, simplemente ya no apareció en la mesa durante la hora del desayuno de la niña. El periquito había crecido un poco, ciertas plumas de su cuello habían cambiado de color y una rayita blanca apareció muy cerca de sus ojitos oblicuos.
La mamá se lo hizo notar a su hija: mira Amelia, Pancho se está haciendo adulto… Pronto querrá tener una novia. La niña no prestó mucha atención, o quizás su actitud fue de negativa ante lo inevitable: el periquito querría una compañera y se olvidaría de ella.
Pero, jamás pensó que él quisiera irse. Más bien, le dijo a su madre que le comprara una periquita para traérsela a la casa a su periquito macho. En su mundo infantil, Amelita creía que con eso bastaría y que todos podrían seguir viviendo felices y contentos en la misma casa… Quizá solo necesitaría otra jaula, una un poco más grande.
Pasaron los días, las semanas y algunos meses, y el periquito no volvió. La niña se enfermó de tristeza al no tener con quién platicar por las mañanas durante su desayuno, ni en las tardes, a la hora de hacer sus tareas. Ella era hija única, sus padres se casaron un poco mayores y no pudieron tener más hijos, además así lo prefirieron, para poder darle una buena atención, todo su cariño y cuanto fuera necesitando en su desarrollo y crecimiento.
La niña terminó la escuela básica y el próximo año iría al Secundario. En las vacaciones de ese invierno, Amelia cayó en cama y sus padres sufrían verla postrada y que los médicos les dijeran que no entendían por qué en la niña iban desfalleciendo sus fuerzas, si no había causa para que eso sucediera. Le recetaron vitaminas y les recomendaron que le dieran motivos de alegría y entretenimiento.
Desesperada ante la situación de su niña, una tarde templada de abril, la mamá se sentó a la orilla de la cama de Amelita, quien continuaba sin querer levantarse. Y empezó a hablar con la niña. Hijita mía, sospecho que tu tristeza te viene de la falta que te hace tu periquito Pancho. La niña la miró y sus ojitos se le nublaron con llanto a punto de correr por las mejillas pálidas de la niña. Sí Mima, yo lo quería mucho, no sé por qué él dejó de quererme.
No, mi niña no es ni fue así. Simplemente, nuestro periquito creció y la Madre naturaleza obró en él. Cuando los jóvenes varones crecen, es la ley de la vida que salgan en busca de su destino y la pareja con quien han de pasar el resto de sus días… Y, ¿eso sucede también con las niñas y las periquitas, cuando crecen?
La madre dudó, un instante, la respuesta que daría a su hija. Y luego, dijo: no siempre, mi niña. Las mujercitas tiran más para la casa de los padres, pero si su novio o futura pareja ha de partir en busca de mejores horizontes, entonces, es natural que la mujer lo apoye y acompañe en su aventura por tener mejor nivel y calidad de vida, para ellos y para los hijos que tendrán.
¡Qué bueno que soy niña, mamá! Yo nunca me iré de la casa. La madre sonrió y abrazó a su hija. La inocencia vale lo que pesa en oro... y pretender cortarla de tajo, sería imperdonable.