En este Domingo XIII del tiempo ordinario concluimos la lectura del discurso apostólico. Dos cosas expresa Jesús en esta última parte del discurso: la condición esencial del apóstol y la recompensa que tendrá quien lo recibe y quien favorece su misión.
Para expresar lo primero, es decir, lo que es esencial en el apóstol, Jesús adopta el lenguaje de la casuística y examina, primero, tres casos, que concluyen con la misma fórmula negativa: «No es digno de mí». Pongamoslo en positivo: ¿Qué significa ser digno de Jesús? Jesús comunicó al mundo la Palabra de Dios, el Evangelio, que es «fuerza de Dios para salvación de todo el que cree» (Rom 1,16). Jesús considera «digno de sí» a aquel a quien Él puede confiar esa Palabra de salvación y enviar a anunciarla con la certeza de que no será adulterada; más aún, Jesús considera «digno de sí» a aquel a quien Él confía su propia Persona, en cuanto que Él es la Palabra de Dios, que se hizo carne y habitó entre nosotros. Es condición esencial del apóstol ser «digno de Jesús» para que se cumpla lo que Jesús declara sobre él: «Quien a ustedes recibe, a mí me recibe». Si cada uno examina su propia experiencia podrá ver que hay pocas persona -o ninguna- en quien confía hasta ese extremo. Es mucho más que darle un cheque en blanco; es darse a sí mismo. ¡Es, por tanto, inmensa la condición del apóstol! El apóstol es alguien a quien el Hijo de Dios hecho hombre se entrega plenamente, para que él pueda darlo a los demás. Si es verdad que «tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único» (Jn 3,16), también es verdad que tanto ama el apóstol al mundo que le da ese mismo Hijo de Dios.
Si es así de grande la condición del apóstol, estamos ya deseando ver qué es lo que impide que esa condición se realice, es decir, a quién se refiere Jesús cuando repite tres veces: «No es digno de mí». Como era de esperar, se refiere siempre al amor. No es digno de Jesús quien ama otra persona, cualquiera que sea, o -peor aún- otra cosa, por ejemplo, el dinero, más que a Jesús. Y para ilustrar esta verdad, Jesús recurre a aquellas personas que más amamos en este mundo: el padre, la madre, el hijo, la hija, y a aquella cosa que más queremos: la propia vida. Escuchemoslo de labios del mismo Jesús: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí». Tomar la cruz y seguir a Jesús es un modo de decir que debe estar dispuesto a entregar la vida, como Él la entregó.
Bien conocemos el episodio en que Jesús resucitado, antes de confiar a Pedro la misión de pastor de sus ovejas, lo examinó en el amor a Él: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que todo?». Y habiendo recibido respuesta afirmativa tres veces, otras tres le dice: «Pastorea mis ovejas» (cf. Jn 21,15.16.17). Conocemos la motivación de San Pablo para su inmenso celo apostólico: «El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron. Y murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos» (2Cor 5,14-15).
Es cierto que esta última condición -tomar la cruz y seguirlo- es menos clara. Por eso, Jesús la explica: «El que encuentra su vida, la perderá; el que pierda su vida por mí, la encontrará». Sigue siendo esta una sentencia enigmática. No nos detendremos a explicar qué significa «encontrar la vida». Baste con decir que la vida en este mundo es temporal; por tanto, la encontremos o no la encontremos, siempre, tarde o temprano, la perderemos. Si no podemos retener esta vida para siempre, porque es temporal y, por tanto, la perderemos, podemos, sin embargo, tomar la iniciativa y perderla por un motivo particular, que puede ser la patria, el dinero, la fama u otras. Jesús indica un motivo: «El que pierda su vida por mí»; y el resultado en este caso: «La encontrará». Encontrar la misma vida que se ha perdido no sería algo deseable; lo que Jesús quiere decir es que encontrará la verdadera vida, de la cual esta vida terrena temporal no es más que la antesala; encontrará la vida eterna, que es la vida sin fin, de plena felicidad junto a Dios. Perder la vida por Cristo, significa emplearla en el servicio de los más necesitados, en dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, visitar al enfermo y al encarcelado, etc. En efecto, Jesús aseguró: «Lo que hacen a uno de estos hermanos míos más pequeños lo hacen a mí», al hacerlo, están perdiendo la vida por mí. Conocemos el destino de estos: «Irán estos a una vida eterna» (cf. Mt 25,40.46).
Decíamos que lo segundo que expresa Jesús en esta conclusión del discurso apostólico es la recompensa que recibirá quien favorezca en cualquier forma la tarea del apóstol. Jesús hace la afirmación asombrosa de que quien recibe a un enviado suyo, a un apóstol, lo recibe a Él. Pero no se detiene allí: «El que me recibe a mí recibe a Aquel que me ha enviado», se entiende, Dios. ¿Puede la visita de un ser humano tener ese efecto, a saber, que sea la visita de Dios? Sí, es así, cuando el que viene es enviado por Jesús, ama a Jesús más que el padre, la madre, el hijo, la hija y hasta la propia vida y viene por amor al hermano, a quien quiere dar el Bien supremo, Dios. Conocemos la estela de conversión y de gozo que dejaban tras de sí los santos misioneros a su paso. Era el paso de Dios.
Por último, Jesús promete una recompensa a quien favorezca la misión en cualquier forma. El servicio más pequeño que se le ocurre es dar a su enviado un vaso de agua. Incluso respecto de este pequeño gesto dice: «Todo el que dé de beber, aunque sea sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, en verdad les digo que no perderá su recompensa». Lejos de nosotros comenzar a negociar con Dios sobre el monto de esa recompensa, como hicieron los obreros de la viña de la primera hora, que contrataron el salario de su trabajo (cf. Mt 20,1-2.13). Nosotros dejamos que lo decida Dios, siempre será recompensa divina. La Iglesia siempre ha motivado a los fieles a ofrecer esa contribución a la misión de salvación que Jesús le encomendó: «Hagan discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19). La Iglesia promueve esta contribución mucho más para dar a los fieles ocasión de recibir la recompensa divina que para proveer a las necesidades de la misión.
¡Qué misión tan grande es ser apóstol! En efecto, San Pablo, cuando afirma que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo y en ella cada miembro tiene su función, siempre es el apóstol el que encabeza la lista de esas funciones: «Dios los puso en la Iglesia, primeramente, como apóstoles...» (1Cor 12,28; Ef 4,11). Anhelamos que haya muchos que asuman esa función cumpliendo las condiciones que Jesús indica y oramos por esta finalidad.