El punto central de la revelación de Jesucristo es que el hombre está llamado a ser hijo de Dios. Son muchos los pasajes del Evangelio que citan palabras textuales de Jesús dirigidas a sus oyentes en las que hablando de Dios usa las expresiones: “vuestro Padre” o “tu Padre”. Y, sobre todo, cuando nos enseña a orar nos manda dirigirnos a Dios diciéndole: “Padre nuestro que estás en el cielo”. (Mt 6,9; Lc 11,2) San Pablo resume esta revelación afirmando que “Dios nos ha elegido en Cristo, antes de la creación del mundo... para ser sus hijos adoptivos” (Ef 1,4.5). Y San Juan en su primera carta es más explícito aun: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1Jn 3,1).
Con razón se admira San Juan del amor que Dios nos demuestra al hacernos hijos suyos, pues la distancia que media entre Dios y el hombre es infinita. Y no es una diferencia sólo de grado, como si Dios fuera un súper hombre; es una diferencia de naturaleza. ¡Dios es otra cosa! Es tanta la diferencia que “a Dios nadie lo ha visto jamás” (Jn 1,18; 1Jn 4,12). No puede el hombre ver a Dios y permanecer en vida. Para usar una analogía, que de todas maneras se queda corta, es como si una hormiga pretendiera ser hija de un hombre. A ningún hombre se le ha ocurrido jamás llamar a una hormiga hija suya. La única posibilidad que tiene una hormiga de llegar a ser hija de un hombre es que en alguna forma sea elevada al nivel del hombre, por ejemplo, que se le con-cediera razonar y poder expresarse como hace el ser humano.
¿En qué hemos sido elevados nosotros al nivel de Dios para poder llamarnos hijos de Dios? Respondamos con las palabras del mismo San Juan: “El amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios... porque Dios es amor” (1Jn 4,7.8). El amor es lo que define más plenamente a Dios. Si al ser humano se le ha concedido amar, quiere decir que ha sido elevado al nivel de Dios, ha sido “divinizado”, ha sido hecho “hijo de Dios”. En efecto, “todo el que ama ha nacido de Dios”. Y si nos preguntamos en qué consiste el amor, que tiene tal resultado, la respuesta la da Jesús en el Evangelio de hoy: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra... A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames...”. El que observa esta conducta demuestra que está movido por el amor de Dios, que ha sido elevado al nivel de Dios, que es hijo de Dios.
Esta conclusión la confirma el mismo Jesús en el Evangelio de hoy: “Amad a vuestros enemigos; haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio... y seréis hijos del Altísimo”. ¿Cuántos son los seres humanos que alcanzan esta meta? Es imposible responder, pero ciertamente la vida en la tierra sería muy distinta si todos los seres humanos se comportaran como verdaderos hijos de Dios. La misma creación ansía participar de esa gloria, según la expresión de San Pablo: “La ansiosa espera de la creación desea vivamente la manifestación de los hijos de Dios... Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto” (Rom 8,19.22).