Dialécticas frente al espejo

Me vi reflejado en ella. Descubrí que en el siete que había yo obtenido, había temas que no comprendía de mí, pero que ahora reconocía

Fallo de culpa

Carlos A. Ponzio de León

      “Una última cosa, antes de que comencemos”, le dije a Cecilia, quien me observaba desde la pantalla de su computadora, a través de Zoom. “¿Qué profesión tienes?” Soltó una carcajada y movió su cuerpo hacia adelante. Me explicó que daba clases a niños de primaria y que esa tarde de domingo, aún le esperaban doscientos exámenes por revisar. 

      Pero también contaba con un doctorado en antropología y alguna vez había pertenecido al Sistema Nacional de Investigadores. Supuse que al ver similitudes entre su vida y la mía (yo también había concluido un doctorado y era Investigador Nacional), le atraía de alguna manera: pensaría que, ayudándome a sanar mis heridas, ella podría curar las suyas.

      Muchos años atrás, siendo ella una niña que apenas comenzaba a caminar, sus pequeños pasos la llevaron hasta las escaleras que descendían profundamente hasta el sótano de la casa. Su madre atendía una llamada telefónica desde el viejo aparato conectado a la pared, cuando la vio: soltó el teléfono y corrió para detenerla. Alcanzó a lograrlo; pero tropezó con el barrote del barandal y fue la madre quien cayó hasta el fondo. Se encontraba embarazada de quien sería su segunda hija. En ese momento, perdió a la niña. 

      Las razones exactas que habían llevado a Cecilia, mucho tiempo después, a sus más de sesenta años, a inscribirse en la maestría en psicoterapia musical en la que nos encontrábamos, las desconozco yo. Pero ahí estábamos, frente a frente por computadora, en la materia de prácticas supervisadas. Cuatro semanas atrás, había sido mi turno ejecutando como terapeuta. Esta vez, le tocaba a ella. 

      Al inicio, ninguno de los quince alumnos inscritos en la clase nos ofrecíamos a servir como paciente. Aquellos con iniciativa ya habíamos pasado como clientes. La maestra estaba a punto de imponerle a un estudiante como entrevistado, cuando Cecilia pidió que fuera yo. Acepté con gusto.

      Ella comenzó a preguntar sobre mi estado físico. Le dije que me encontraba mejor, que ya no dolía la operación y ahora podía realizar algunos ejercicios. Y para no convertir su tarea en una búsqueda dentro de una caverna, inmediatamente puse sobre la mesa el tema que deseaba tratar: lo sucedido conmigo desde aquella última clase en la que me había tocado practicar como terapeuta, de la que obtuve apenas la calificación aprobatoria. 

      Nunca en mi vida había dado yo importancia a mis evaluaciones, le dije; pero extrañamente, ahora, a los cuarenta y cinco años y en esta maestría en musicoterapia, me dolía enormemente aquel siete. Fue como escuchar un trueno cerca de mis oídos. Y durante las últimas cuatro semanas, comenzaba a sumergirme en temas que había abandonado hacía quince años. Fue un regreso sorprendente y ansioso a los asuntos de los que había huido como Doctor en Química: Los de la ciencia de la cosmética.

      Pero Cecilia no hizo caso. Volvió a preguntar sobre mi operación de vesícula. Me pidió que me levantara y realizara movimientos de brazos y piernas, que dejara mi cuerpo temblar y fuera más consciente de lo que me sucedía físicamente. Me preguntó otra vez sobre la herida de la operación. “Lo que siento, más bien, es tensión en los hombros y algo de presión en el pecho”, le dije. “Dale un masaje a tu herida”, me dijo, “deja que sane”.

      Ella continuó con su propio programa de terapia corporal, preconcebido quizás para ella misma, pero no para mí. Y aunque mi frustración creció durante los veinte minutos restantes, pude mantenerme ecuánime. Hasta que su tiempo concluyó: vinieron las evaluaciones de los alumnos y de la maestra. Yo tuve que ser el primero en retroalimentarla. La primera parte había ayudado; la segunda, no tanto. Le otorgué el mismo número que ella se autoasignó: ocho. Los compañeros: siete punto cinco. La maestra: siete punto cinco. Cecilia, a los sesenta y cinco años, expresó molestia: no estaba de acuerdo con la calificación que le habíamos otorgado

      Me vi reflejado en ella. Descubrí que en el siete que había yo obtenido, había temas que no comprendía de mí, pero que ahora reconocía: mi poca experiencia en la escucha activa. Aprendí de una nueva ligereza hacia los números de las calificaciones. Pude apreciar mis logros alcanzados fuera de la Química. Y los amé. En palabras de Cecilia: comprendí lo afortunado que era: las tareas a las que me había abocado en lugar de mi profesión me habían nutrido: como los abrazos cariñosos de una madre: sin culpa, sin reproche.

      Pero aquel domingo, Cecilia abandonó la maestría en musicoterapia, diciendo que haría como yo: que volvería a sus tareas de siempre. No pude convencerla de quedarse. Se fue pensando en un supuesto daño: el que me había causado: sombra de una culpa, de un accidente. Pero en realidad, contribuyó a encontrar para mí, la cura que ella misma buscaba para sí.

      

      

La hormiguita conductora 

Olga de León González

¿Qué te sucede hormiguita? Te noto un tanto triste o apesadumbrada. ¿Has dormido mal o te has desvelado?, le cayeron como gruesas gotas de lluvia dentro del auto las preguntas que provenían del otro lado del espejo retrovisor. Conducía su automóvil despacio, más lento que de costumbre; el asfalto estaba resbaladizo y un intempestivo chubasco caía fuertemente.   

No lo sé; a lo mejor sí me he desvelado y he dormido mal lo poco que duermo. Pero, creo que no más que de costumbre, algo me pasa y no he querido detenerme a analizar ni las causas de mi constante cansancio y debilidad durante el día… A usted, ¿no te sucede lo mismo?

Silencio del otro lado del espejo. En realidad, la hormiguita no esperaba ninguna contestación, conocía la respuesta. 

      La ciudad había vuelto a lo que luego se llamaría “la nueva normalidad”; sin embargo, nada parecía distinto. Afuera, en la selva del asfalto, todos los autos corrían a alta velocidad. Nadie manejaba ni con gentileza, ni más despacio.

      Con esas ideas, y otros recuerdos acerca del nuevo estilo de vida, iba manejando  nuestra amiga, la hormiguita colorada, muy ecuánime y tranquila. Sin perder el control del auto, ni el de la memoria de los hechos del pasado que asaltaron su conciencia en ese momento. Pero, aun así, bajo tales condiciones, su concentración mayor recaía al frente de su vista, era buena conductora y tenía años de experiencia, por eso atendía hacia el camino y el cuidado de no caer en algún bache, que por allí la lluvia podía ocultarlos.

      Conducía sobre el carril central, que no era su favorito, pero dadas las condiciones de lluvia, era el mejor.  

      Mientras otro automóvil, conducido por un impertinente, la sobrepasa como bólido sin freno ni límite de velocidad y, habiéndolo hecho, levanta olas enormes, de la gran depresión del camino cubierto de lluvia acumulada, que caen sobre el cochecito de la hormiguita impidiéndole por casi un minuto toda visibilidad.

Ella mantuvo firmes sus manitas sobre el volante, levantó cuanto pudo su testa colorada, con sus antenitas bien erguidas, y recordó que detrás de ella venían varios autos y delante iba una Grand Cherokee negra, pero la hormiguita iba guardando “su sana distancia”, así que mucho más rápido de lo que se puede referir aquí, tomó una decisión: no frenó, retiró su patita enfundada en sus zapatillas-tenis de Jazz, imploró al cielo que el parabrisas quedara libre del agua sucia y tras contar hasta once (su número favorito), hizo presión suave, solo un poquito, sobre el freno. 

      Nada le sucedió a la hormiguita, ni a los conductores detrás de ella… A la Grand Cherokee, menos; por el contrario, en la parte trasera de esa camioneta pudo haber quedado destrozado el carrito de la hormiguita colorada y ella muerta, si es que no se volteaba en la curva o, al frenar, salía de lado y…

Finalmente, todo quedó en un gran susto y una interrogante: ¿por qué ese conductor del auto blanco había hecho algo que lució como intencional?, o que desde cualquier punto de vista, resultaba innecesario y absurdo: ella no estorbaba su paso, pues él transitaba por el carril izquierdo y ella por el central, ni lenta ni demasiado acelerado su auto.  

      Casi para llegar a su destino, volvió con su interlocutor silente, el del espejo, y le comentó: -Entiende usted, por qué pienso que nada cambió después de la pandemia, ni cambiará… No para quienes tienen toda una vida de cultura ególatra y dominante, donde su principal valor es: “Lo hago porque quiero y puedo”.

      Y la hormiguita continuó diciendo: ¿cuántas pandemias se necesitarán para que el mundo se transforme? Rueguen que Dios no escuche el clamor de los que: “ni quieren, ni pueden”.