Desengaños clásicos y barrocos

Hacía mucho tiempo, ya ni recordaba cuánto, que no veía a toda su familia junta

La hormiguita y su memoria

Olga de León G. 

      Hacía mucho tiempo, ya ni recordaba cuánto, que no veía a toda su familia junta, reunidos con algún feliz motivo tampoco por algún infortunio o desgracia de uno o más de los miembros. Realmente, sus vidas habían transcurrido dentro de una muy aceptable línea de vivencias gratas y tranquilas, si bien no maravillosas ni nada fuera de lo común.

      Pero, la hormiguita nunca había echado en el olvido a ninguno de sus parientes, aunque no todos la quisieran igual: porque no la conocían bien, no por otra razón. Siempre procuraba estar al pendiente de todos: así era ella: diligente y ocupada del bienestar, primero: de su esposo y de los hijos; luego, de los hermanos y los sobrinos primeros, tanto como de los sobrinos que ya tenían nietecitos. A veces se le olvidaba el Cumpleaños de alguno, y eso la mortificaba en exceso. Pues sí, también era aprensiva y buscaba ser perfecta: naturalmente, jamás lo conseguía.

      Como decía ella de sí misma: era humana y la más de todas, por eso se equivocaba, pero siempre lo reconocía, cuando así era. Y, añadía un: “…Lo siento… O, ¡perdón!, no sé cómo pudo olvidárseme felicitarte… En fin, sufría: por todo y por todos, como si todos fueran su responsabilidad primaria.

Un día, cuando el clima estaba por cambiar, haría frío y viento y habría algo de lluvias, la hormiguita de nuestro cuento, que ya no era tan joven y sus fuerzas habían estado mermando, pensó en ir en busca de leña y veladoras no para la Virgen ni los Santitos que tenía sobre el trinchador de su comedor, sino para calentar agua, si hacía falta y alumbrar la casita cuando la electricidad se fuera… Lo cual sucedía casi siempre que soplaba fuerte el viento y había tormentas, como las que anticiparon en el noticiero de la mañana, en la radio.

Y, se alistó para salir. A punto de hacerlo estaba, cuando le vino un como falta de vaho, hálito o exceso de él, no estaba segura de qué sintió, solo palideció y se desvaneció: cayó -no obstante- suavemente, sobre el tapete-alfombra que tenía junto a la puerta de salida.

Y… como estaba sola en su casita, nadie se percató de su desmayo. Así, quedó tirada...

Entonces, la hormiguita en su delirio, o recuerdo del pasado, se levantó y con un hijito de la mano y su niña en brazos, se fue al mercado por alimentos, además de las veladoras que tenía en mente comprar. El papá de sus niños no había regresado de su trabajo: contratar hormiguitas para que sirvieran a la reina, ya que las que antes vivían en el hormiguero junto al de él y su familia, cuando eran jóvenes y fuertes, habíanse ido al otro lado de la Frontera, buscando mejores salarios: ya que la Hormiga Reina les pagaba muy poquito.

Por esos años, el guapo y joven hormiga varón, en realidad andaba de Dandy, conquistando jovencitas como de diez años menores que él, pero no más guapas que su mujer, ni más buenas ni más trabajadoras.

Esa mañana de su triste pasado, lo mismo que la reciente, cuando el cielo empezaba a nublarse y el viento anunciaba con llegar más temprano de lo previsto, la hormiguita de nuestro cuento tuvo la mala fortuna de mirar para un lado, por donde vio al papá de sus niños abrazando a una joven hormiga y subirla a la carreta de ambos. La hormiguita se dio la media vuelta y les dijo a los niños, mejor nos regresamos, no sea que el viento comience a soplar y nos lleve muy lejos.

… En la casa, el cuerpo de la hormiguita adulta mayor seguía inerte: no fue el golpe, no fue la caída, fue su corazón que dejó de latir: justo cuando en sueños recordó aquella escena de su marido abrazado de una joven.

La buena memoria o los malos recuerdos pueden ser letales. 

En un rincón alejado

Carlos A. Ponzio de León

      Leticia hurgaba de arriba a abajo en la página de Facebook, mirando las fotografías de perfil a dos columnas, intentando deducir quién era familiar de Ricardo. Leía el apellido, observaba los rasgos físicos y luego inspeccionaba la página de cada uno, buscando alguna señal entre la información personal. Si sentía que estaba frente a un candidato que pudiera ser consanguíneo real o político de Ricardo, le enviaba una solicitud de amistad. Cuando recibía respuesta positiva, seguía el ritual de poner atención a las publicaciones y oprimir el botón de “Me gusta” cada vez que salía una novedad: una fotografía de los primos de Ricardo en el crucero, los sobrinos jugando fútbol, la primera comunión del hijo mayor de Ricardo, o Ricardo y su esposa cenando en un restaurante de Polanco. Leticia iba agrandando su círculo de amistades en las redes y solía abrazarlas finalmente con un comentario en sus “posts”: ¡Qué lindo vestido! ¡Bonito traje! ¡Tan guapos!

      La familia de Ricardo era un grupo cerrado, acomplejado a nivel: regular, que gustaba agrandarse en estatura ninguneando desconocidos: Ignorándolos y haciéndolos invisibles, ahí iban descargando la furia diaria de sus cotidianas y simplonas vidas: con el silencio. Hasta que: notaron un dato: les pareció extraño ver a la misma Leticia Sandoval una y otra vez comentando sus publicaciones. ¿Quién es? ¿A qué se dedica? ¿Quién la conoce? ¿Es la secretaria de Ricardo?

      Leticia había aparecido en la oficina antes de que Ricardo llegara al lugar. Jovenzuela atractiva de dieciséis, bilingüe y quien no había batallado para realizar la transición de la escritura taquigráfica en papel a la mecanográfica en computadoras personales, aseguró desde su llegada a la oficina un buen sueldo. Haría toda su vida productiva en Motores Vento: En los veinte, tuvo tiempo para atender un par de pretendientes: Un militar al que mandó al carajo cuando se enteró de que no era militar, sino guardia de seguridad privada que se desaparecía toda la semana, y un descocido músico que tocaba “covers” de Soda Stereo todos los viernes en un bar de Avenida Revolución, a quien le gustaba andar del tingo al tango, con ella o sin ella.

      En los treinta, Leticia vio pasar un par de jefes que le hicieron elevar las cejas. Admiraba de ambos sus niveles de educación y lo que era un misterio: la facilidad con la que manejaban dinero más allá de sus sueldos: negocios que descubriría eran a costa de la empresa. Tuvo sus aventuras con ambos y comprendió que el secreto era el contacto con el gobierno a través de los hijos del gobernador. Leticia formó sus propias expectativas. Esperaba que un día, el jefe en turno, dejara a su familia por ella. Podrían irse de vacaciones eternas a pasar la vejez arriba de un crucero: bailando salsa, conociendo los siete mares y comiendo cocteles de camarones gigantes. Pero con fuertes golpes de manotazo sobre la mesa que hicieron zumbar los oídos de todos los empleados, cada jefe fue descubierto y echado fuera. “Son motivos políticos”, le dijo cada uno. “Cuando termine el alboroto de la prensa, me vuelvo a acomodar aquí mismo”. Pero Leticia nunca supo de ellos.

      Entonces llegó Ricardo. Ella se acercaba a los cuarenta y, un día, al echarse polvo en el rostro frente al espejo, sintió que iba perdiendo su encanto veinteañero como el viento vuela con el aroma de las rosas. Con ello se iba la oportunidad de formar la familia que soñaba. Ya tenía el camino bien andado: desde: el colocar la taza de café en la mesa manteniendo su cuerpo muy cerca del de Ricardo e ir con su voz suave rozando los oídos: “huele muy rico su perfume, jefe”. Luego, la lealtad: las desveladas de trabajo asistiéndolo, tomando y haciendo sus llamadas. La confianza ganada: agendar las citas nocturnas de Ricardo con mujeres desconocidas para ella, en restaurantes y, esos días, quedarse pegada al teléfono de la oficina para responder a la llamada de la esposa: el hombre estaba en junta. 

      Luego, las salidas a comer con Ricardo y su tarde libre para ir con él a la primera borrachera que, en realidad, ella no necesitaba para terminar en un cuarto de hotel modesto para sus sueños. Leticia sabía que debía tomar la iniciativa. Para la segunda salida, cargó con un diminuto alfiler. “¿Me dejas ver cómo son esos condones?” “Voy al baño”. Y al cerrarse la puerta, el pequeño pinchazo a la bolsa del anticonceptivo. Su amiga Raquelita le había enseñado cómo, exactamente, se hace el imperceptible agujerito que derramaría todo adentro.

      Nueve meses después nació Ricardito. A ella no le interesaba el niño. Lo dejaba durante la semana con la abuela. Era muy bien portado: Se quedaba quieto donde se le sentara. Lo que Leticia anhelaba era mantener a Ricardo.

      “Fue una aventura inconsecuente”, le dijo Ricardo a su mujer cuando Leticia comenzó a hostigarla por Facebook, poniéndola al tanto de Ricardito. Amiga, en las redes, de toda la familia paterna, Leticia publicaba fotos del bebé que su propia madre le enviaba a lo largo de la semana. El silencio de la familia de Ricardo provocaba que las lágrimas de Leticia se secaran antes de que se desprendieran de sus propios ojos, amargándole por dentro los pensamientos y dejando abandonado en un rincón alejado: a su propio hijo.