Papelitos multicolores: Vales de memorias
Olga de León G.
Solía coleccionar diversas cosas pequeñas de lo que le gustaba como envolturas de dulces. Los guardaba en frascos de vidrio transparentes, porque así veía los colores y cómo se iba llenando. Luego que eso sucedía los pasaba a una caja de madera de unos veinte centímetros de cada lado y un poco menos profunda. Lo hacía pensando en que luego, cuando pasaran muchos años, quizás diez o veinte, viendo su colección de papeles recordaría cada dulce, chocolate o caramelo que contenían y esos momentos en los que disfrutó en su infancia vivencias que le parecían inolvidables o, al menos para ella, dignas de recordar cuando fuera mayor de edad.
La niña aquella tuvo al lado de sus padres mudanzas de domicilio, en la misma ciudad, a donde llegaron cuando ella solo tenía dos años de edad. Después vendrían cambios de ciudad; primero, en el mismo estado del Norte del país, hasta que se mudaron a la capital del estado, solo su madre, su hermanito menor y ella. Allí, fueron muy felices y, ¡esperaban con ansias que se llagara el viernes!, pues su padre iba a verlos para estar el fin de semana con ellos.
Pero, los papelitos que le parecían más lindos, de diferentes colores y el mismo brillo, los había coleccionado de la frontera, donde vivieron poco más de siete años, y menos de ocho; ya que se mudarían a otra ciudad, también fronteriza, después de haber estado viviendo, la familia separada de su padre, por casi siete meses en la capital de estado del Norte.
Llegaron a otra ciudad, cuando ella tenía diez años y cursaría el quinto de primaria, en una escuela federal que les quedaba a dos o tres cuadras de su casa... y, siguieron los papelitos de sus dulces "gringos", llenando el bote de vidrio transparente.
En esta ciudad, su madre sería muy feliz, estaría en el Club de mujeres abnegadas y caritativas y tendría muchas fiestas y amigas que la apreciaron y respetaron aún después de su partida de este mundo, que empezó a ser cruel con toda la familia. Fue entonces, a raíz de la muerte de su esposa, que el padre se determinó a encontrar un buen empleo en el extranjero. Había ayudado a mucha gente, entre ellos, algunos amigos que ahora podrían -a su vez- ayudarlo en su proyecto de darles una mejor educación a sus hijos, para que aprendieran otros idiomas y conocieran diferentes culturas: dos jóvenes, una mujer (la que esto me contó) y un varón entre los 21 y 20 años. En París tuvo su primera gran oportunidad. El era un jurista de renombre en su país, México, aunque allá fue poco reconocido, salvo por sus allegados; en Francia, y con el dominio del francés, pronto se sintió como en casa.
Los hijos fueron a colegios diferentes, por sus edades y por la necesidad de afianzar el francés, en los cuatro menores. Sí era una familia numerosa, seis hijos, la mayor de veintiuno y el menor de diez. Pronto los dos mayores definirían sus intereses por dos grados universitarios distintos...y al tercero le atraía estudiar en Alemania o Japón, un día, sería su decisión. Los dos menores rápidamente destacaron en sus estudios y se perfilaban hacia excelentes resultados. El padre estaba feliz, a pesar de la tristeza que nunca lo abandonó desde que quedara viudo.
El padre viajaba con cierta frecuencia a congresos y reuniones de juristas y Jurisconsultos, en distintas ciudades; Lyon. Amberes, París, entre otras. Durante uno de sus viajes a Marsella, invitó a los dos mayores, para que lo acompañaran, y también a su niña consentida, la cuarta de los seis hijos (no quería dejarla sola). Regresarían cuatro días después. Viajaron a Brujas, al término del Congreso de Jueces y Jurisconsultos. Las fechas eran propicias, para los turistas ansiosos de sorpresas e historias inverosímiles.
Y, así en medio de las fiestas en Brujas, la que un día fuera niña muy curiosa, sensible y que quiso guardar su memoria para el futuro, a través de los papelitos de sus dulces americanos, brillantes y multicolores, el día que visitaron uno de los teatros principales de la ciudad, subió al escenario, impelida por un fuerte sentimiento de amor por su patria y por la patria de todos los ciudadanos del mundo, y empezó a contar una historia diferente al tener en sus manos cada uno de los papelitos que iba sacando de su cajita de madera que siempre llevaba consigo, a donde quiera que fuera.
Y, se sintió quizás como la Piaff, el último día que cantó ante un escenario abarrotado de espectadores que adoraban su voz y su tristeza. Aunque aquella que un día fue niña dulce, ahora era una joven sumida en la nostalgia y la melancolía, quien se inventaba historias con el padre, la madre o ambos vivos, cuando hacía años que ambos habían partido del mundo material y prosaico en el que sus queridos hermanos y ella misma, seguían persiguiendo sus propios sueños.
La decisión de Don Martín.
Carlos A. Ponzio de León
Don Martín transitaba en su taxi por Avenida Cuauhtémoc, con la calma del pez en el agua, con el placer que brinda un auto climatizado cuando la ciudad arde a la intemperie a cuarenta y cinco grados centígrados. Conducía con la atención puesta en la banqueta, a la espera de la señal: un brazo extendido que lo hiciera detenerse. Giró a la derecha en Santiago Tapia y al llegar a Juan Méndez le tocó el semáforo en rojo. Se detuvo preguntándose si se le antojaría un coctel de camarones. Tenía a unos cuantos metros adelante: la Coctelería Gabino. ¿O quizás se le apetecía más un ceviche de pescado? Sí, claro, pero el lugar no era muy económico; se quedó pensando. Miró su reloj y las manecillas marcaban las 2:10 de la tarde. No era su hora de comida. Observó la entrada al estacionamiento del lugar: espacio amplio entre dos paredes color salmón, adornadas por una barra roja que se extendía desde la banqueta hasta casi un metro de altura. El semáforo seguía en rojo y ahí continuaba la entrada, esperándolo a él. O tal vez podía regresar más tarde. ¿Pero si le tocaba un viaje largo, digamos a la Punta de la Loma? Claro que alcanzaba a ir y venir en ese tiempo. Colocó el pie encima del "clutch", metió la primera en la caja de velocidades y justo antes de arrancar, alcanzó a ver a una pareja que salía caminando del estacionamiento de la coctelería, marcándole la parada. Acercó el auto, abrieron la puerta trasera y se acomodaron. "A la Punta de la Loma".
Don Martín siguió por Santiago Tapia. En el asiento trasero, la pareja respiraba de manera agitada. Ella comenzó a relajarse mientras él miraba hacia afuera a través de la ventana. Cada uno cargaba con una bolsa negra de plástico. Ella la llevaba encima del asiento, en el espacio entre los dos; mientras que él sostenía la suya entre las piernas, las cuales abría y cerraba ansiosamente. Don Martín los observó de reojo por el espejo retrovisor. Sudaban. Él llevaba barba larga, demasiado canosa para un hombre de treinta. Ella no venía maquillada, sino con ojeras notorias y bastante desarreglada, de cabello güero quebrado y despeinado, y con sobrepeso.
"¿Qué conseguiste?", preguntó él. "Déjame ver". Ella abrió su bolsa. Comenzó a sacar su contenido. "Tres carteras... una Mont Blanc... dos monederos... dos relojes... y cuatro celulares", concluyó mientras respiraba profundo y volvía a colocar su contenido en la bolsa. "¿Y tú?"
Don Martín giró a la derecha, esta vez para tomar Ignacio Zaragoza. Una vez enfilado, trató de recordar si la coctelería ofrecía caldo de camarón. Sus ojos, que eran de un color café opaco similares al tono que adquiere el tronco macizo de un árbol viejo, creyeron ver la carta del restaurante y en ella el caldo de camarón anunciado.
En el asiento de atrás, el hombre abrió su bolsa negra de plástico. Comenzó a sacar su contenido, contando: "uno... dos... tres... cuatro celulares... una... dos billeteras... un reloj... y una bolsa". "¿Una bolsa?". "De mujer; completa". Ella comenzó a girar su cabeza de un lado al otro, en señal de desaprobación. "Abre las carteras y cuenta el dinero", le dijo él.
En el cruce de Zaragoza con Modesto Arreola, Don Martín detuvo el auto; le tocó el rojo del semáforo. El hambre estaba adelantándosele y la espera comenzó a sentirla como si estuviera frente al cruce de un ferrocarril. Se levantó ligeramente del asiento de conductor para volver a acomodarse. Pensó que podía comerse un caldo de camarón y un ceviche de pescado... Nunca había sentido esa hambre tan precipitada andando en el taxi, pensando en lo que se le antojaba, tratando de apresurar el cambio de luz en el semáforo. Desde que supo que iba a la Punta de la Loma, figuró cómo llegaría. Atravesaría la Macroplaza por Zaragoza, tomaría el puente multimodal para cruzar el Río Santa Catarina hasta salir por la calle de San Luis Potosí y luego giraría a la izquierda en la calle de 05 de febrero hasta salir por Avenida Garza Sada, y de ahí a la Punta de la Loma.
El semáforo encendió su luz verde y Don Martín siguió por Zaragoza. Llegó al Palacio de Gobierno y pasó de largo la explanada y luego el Congreso del Estado. A su izquierda alcanzó a ver la Fuente de Neptuno, sin agua. Luego, dejó atrás el Palacio Municipal y tomó el puente para cruzar el río seco lleno de árboles. Al llegar a la calle de San Luis Potosí supo que contaba con tres segundos para decidirse. Sin alterar la velocidad, suavemente giró a la izquierda y tocando el claxon incesantemente, llegó a la cuneta de la Fiscalía General de Justicia del estado, donde descendió gritando "¡Auxilio!". Veinte policías rodearon el auto.