Historias sin más testimonio...
Olga de León G.
"Rayos, truenos y relámpagos", gritó el viejo sentado afuera de la casa en su mecedora de madera, raída por los años, cuya antigüedad casi emparejaba con la del anciano, quien estaba a pocos días de cumplir ochenta y cuatro años.
En derredor del anciano, sentados sobre el pasto y bajo la sombra de dos frondosos sauces llorones, dos niñas y tres niños permanecían atentos, como cada tarde del último sábado de mes, escuchando las historias y cuentos que el abuelo les contaba adornándolas con imposiciones de voz, ademanes y demás artificios de su experiencia actoral, que en otros tiempos despertó el aplauso del público en el teatro principal de la capital española, y en algunas otras ciudades.
En esta ocasión, logró que más de un niño se levantara impulsado por el miedo. Hasta que su mujer, Margarita, quien permanecía a su lado, dijo: -Cálmense, el abuelo no ha hecho más que empezar su historia con esas palabras para que imaginemos el ambiente en el que sucederán las cosas. -A lo mejor, viene una tormenta; -dijo un niño; -¡exacto!, confirmó otra de las niñas.
"¡Qué diablos de espantos o deidades andan por aquí tan enojados!", exclamó el narrador. Los niños esperaban ansiosos que ya entrase en materia o asunto de la historia, el abuelo.
-Figúrense ustedes, -continuó el viejo narrando, -que desde hace varios días que no vemos por casa, ni por ninguna otra parte a la tía Chelo. Estamos pensando si no se habrá ido de fiesta para algún lado de la Comarca sin habernos avisado o si, acaso, sería que este viento loco que nos ha llegado del norte se la habrá levantado, y en un santiamén la mandara para alguna parte, lejos de casa. –Como ya está tan fideíto, desde que la atacaron los males, fácilmente pudo levantarla el viento e irla arrojar, sabe Dios y San Pedro a dónde. ¿Alguno de ustedes la ha visto?, preguntó sin mirar a ninguno, pero refiriéndose a todos y, a cualquiera.
Los niños se miraron entre sí y ninguno contestó. Nadie, no solo no la habían visto, sino que tampoco sabían a quién se refería él. Como pensaron que era parte del cuento o historia, no interrumpieron: siguieron muy atentos a las palabras y movimientos del narrador.
Pues sí, Margarita, y niños todos atentos, como les iba yo contando, ese día cayó un diluvio como hacía tiempo no caía. Jamás antes había mencionado, el abuelo, la palabra diluvio... Y, no obstante, todos entendieron que ese era el ambiente principal de la historia, por lo que sí había dicho al inicio.
El viejo calló, inclinó la cabeza y bajó su mirada. Se sumió en sus pensamientos y en su historia real y propia, esa de la que él era el único que podía dar testimonio. Un viejo a quien el tiempo y su destino enrevesado y traicionero le hicieron olvidar mucho de su presente y algunas de las ideas que en otros tiempos tuvo.
A dónde se fueron los hijos amorosos, y hermanos bien amados entre ellos y por sus padres y recíprocamente... ¿A dónde se fue la buena y noble educación que los viejos recibimos de nuestros padres y abuelos?, meditaba en silencio aquel viejo. ¿Qué es lo que ha cambiado tanto?, que ya no reconozco a mis hijos. ¿Tampoco me reconocerán ellos?... Y, es por eso que me lastiman con su mutismo y con su ignorancia me vuelven invisible. El silencio es también un arma letal. Quizás la peor de todas.
-¿Dónde está la tía Chelo?, preguntó el niño más pequeño, el único al que la tía aún amaba, justo: ¡por ser pequeño!, por ser aún un niño, inocente, sin intereses, sin más ambición o hambre, que la que sacia un beso o un dulce.
Y yo que nunca entendí esa parte de ella (pensaba la mujer del viejo), sino como su lado egoísta, por eso no quería que los niños crecieran, que no pensaran por sí mismos... Eso era lo que entonces yo creía de su visión de la infancia. ¡Cuán equivocada estuve! ¡Cuánta razón tenía ella! (la sombra al lado de la mecedora vieja, seguía pensando).
La vida nos pone en el lugar de nuestros antepasados, cuando ya no podemos pedir su perdón. Esta es, pues, una historia sin más testimonio que mi memoria... Y, la del abuelo. Ese viejo octogenario al que le sigue gustando sentarse en su mecedora vieja, bajo los árboles, en otoño y primavera.
Los padres y sus niños.
Carlos A. Ponzio de León
Patricia bajó malhumorada del taxi. Esperó a que su padre también descendiera para cerrar la puerta del carro. Habían recorrido veinte kilómetros desde la casa hasta la colonia Nápoles, donde se encontraba el World Trade Center. El padre de Patricia venía haciéndole plática al taxista, comentándole cómo su hija había conseguido una entrevista de trabajo con una empresa dedicada a dar consultorías. Se podía notar por las expresiones de don Julio que estaba muy orgulloso de ella. Él no había logrado terminar el bachillerato y era comerciante. Ese día había decidido no abrir el negocio por acompañarla a la entrevista, le parecía que debía cuidarla. Aunque la entrevista de trabajo sería en un área de clase alta, don Julio pensó: "Uno nunca sabe las cosas que pueden suceder ahí". ¿Qué tal que todo esto de la empresa es un montaje de un grupo de secuestradores? No se dejó convencer cuando su hija le suplicó que la dejara ir sola. "Ya estoy grande, papá", le dijo la joven mientras comían en casa, el día que le dio la noticia. Don Julio, quizás en el fondo, quería vivir esa experiencia que no había logrado vivir él mismo. Un trabajo formal en un edificio corporativo: como los que aparecen en las películas norteamericanas con trama situada en Nueva York o Chicago. Así es que él ingresó sonriente al edificio, mientras su hija, en vestido largo azul, blusa blanca de encajes y tacones altos, venía haciendo una mueca chueca con la boca. De pronto, ella se detuvo y le dijo a su padre: "¡Me vas a arruinar mi entrevista! Espérame aquí en el lobby". El padre hizo una señal negativa con la cabeza, cruzó los brazos y le dijo: "Hija. Tú no sabes quiénes pueden ser estos tipos". Patricia retorció los labios, frunció el ceño y cruzó los brazos para seguir adelante hacia los elevadores con su padre siguiéndola detrás.
Subieron al piso 32, donde salieron del elevador y encontraron que la elegancia del lugar era evidente por las reproducciones de cuadros de Matisse en las paredes, la alfombra azul, limpia y resplandeciente, los espejos en las paredes y el aroma a frutas que provenía de algún lado difícil de localizar. Patricia se encaminó por el pasillo en busca de la oficina 324. Cuando estuvo frente a ella, tocó el timbre. Por el intercomunicador se escuchó una voz femenina decir "Dígame". "Vengo a una entrevista a las 2:30 de la tarde. Mi nombre es Patricia..." y se escuchó el candado de la puerta abrirse. "Adelante", dijo la voz por el intercomunicador.
Padre e hija ingresaron a la oficina. Encontraron una sala de espera con tres sillones medianos azul marrón, uno en cada pared y en lugar de una cuarta pared, había una ventanilla tras la que se situaban dos secretarias. "Tomen asiento", les dijo una de las asistentes. Patricia tomó asiento al fondo, en medio de uno de los sillones y su padre trató de acomodarse en el pedazo derecho que quedó vacío a su lado. Del lado izquierdo podían observar, colgando sobre la pared, una pintura original de Rufino Tamayo y más allá, pegada a la ventanilla: una puerta de caoba.
A los pocos minutos se abrió la puerta y una de las secretarias apareció. "Adelante". Padre e hija se levantaron. Con una mirada infernal que hubiera podido ser amenazante hasta para el mismo diablo, Patricia le dijo a su padre, gritando en voz baja: "¡Espérame aquí!". La secretaria alcanzó a escuchar y pensó que algo no andaba bien. Sonrió de cualquier manera cuando Patricia pasó a su lado para ingresar. Luego le regaló otra sonrisa a don Julio mientras este volvía a su asiento.
Pasaron cinco minutos y don Julio, quien observaba la pintura de Tamayo con detenimiento, logró entender que se trataba de una sandía. Le pareció plana e infantil. Entonces se levantó para apreciarla mejor. Luego se dirigió con las secretarias tras el ventanal. "Mi hija es muy buena pintando. Lo ha hecho desde los seis años. Es un don de la familia por parte de su madre". Las secretarias sonrieron. "Usted no me va a creer qué tan linda ha sido mi niña desde que nació. Aquí traigo una fotografía". Y don Julio alcanzó su cartera y de uno de sus compartimentos extrajo una fotografía vieja, maltratada. Se trataba de Patricia recién nacida. Le mostró la fotografía a las secretarias, quienes permanecieron sentadas en sus lugares, sonriendo. "Muy linda", respondió una de ellas.
"Mi hija fue el primer lugar de su generación y la primera en graduarse. Hizo una tesis sobre los mercados...". Y don Julio se quedó pensativo, tratando de recordar sobre qué mercados había sido el tema de la tesis. "Algo de la bolsa de valores", concluyó él, buscando la mirada de las secretarias, quienes volvieron a sonreír. "Yo creo que ella es muy buen prospecto para ustedes... Esa es mi muy honesta opinión", dijo nerviosamente don Julio, para luego regresar a su sillón.
Pasaron quince minutos más y se abrió la puerta de caoba. Don Julio escuchó la voz de su hija decir: "Gracias. Nos vemos". Patricia apareció cruzando la puerta, sonriente y haciendo una señal con la cabeza a su padre para que se levantara y ambos dejaran el lugar. Caminaron hacia los elevadores en silencio. Patricia observó que había una cámara en el ascensor. Descendieron en la planta baja, salieron del edificio y entonces Patricia le dijo a su padre, con la alegría de una planta que va creciendo apresuradamente: "¡Ya tengo trabajo!". Patricia saltó abrazando a su padre del cuello y él se sintió satisfecho por el trabajo que había realizado durante su espera en la oficina.