Cuentos de la noche

Todas las noches soñaba un mismo sueño: que era una niña hermosa, con dientes pequeños y muy juntos

Manola: un cuento de pirañas

Olga de León G.

Le decían la "piraña" por lo dientona. La etiquetaron desde pequeña, a los nueve años. Mostraba una dentadura abundante, afilada y separados entre sí, sus dientes.

Manolita, como en realidad se llamaba, se fue aislando, según iba creciendo, consciente del tremendo apodo que le había impuesto el vulgo, díganse, sus vecinos, compañeritos de primaria y conocidos. Se fue interesando en la vida de los peces. Pero de nada le sirvió tal conocimiento. Para qué querría ella saber que las pirañas eran carnívoras. Lo único que deseaba saber era qué hacer para que la gente ya no la llamara por su apodo.

Todas las noches soñaba un mismo sueño: que era una niña hermosa, con dientes pequeños y muy juntos, que vivía en las montañas y que bajaba a la playa y se bañaba allí.

Había en su barrio y en su escuela, un niño que solía llamarla Manolita. Ella sabía que la quería bien. Él también era motivo de mofa de sus compañeros, pues a la práctica del deporte, siempre iba con una camiseta que tenía un defecto: una de las mangas le llegaba hasta el codo. Así que le decían: Pedro, manga larga. Su madre no tenía dinero de sobra; así que, cuando su hijo le dijo que el maestro de deportes les pidió a los niños que llevaran camiseta amarilla a la clase, la madre se aplicó en buscar ofertas y se alegró de encontrar una en precio accesible a su presupuesto, pero no la revisó, solo la tomó y fue a pagarla a la caja. Pedrito, feliz, ni se dio cuenta de que una manga era más larga que la otra; corrió a darle un beso a su madre y salió orondo hacia la escuela.

Pasaron los años, Manolita y Pedrito se volvieron adolescentes y luego, jóvenes, y un día dejaron de verse. La familia de Pedro se mudó de barrio y así, se fue el único amigo de Manolita.

Cierto día, empezando el otoño, muy cerca del cumpleaños veintiuno de la joven, llegaron a la ciudad un grupo de artistas circenses y cuando ella y sus padres fueron a ver la función del circo, desde que ocuparon sus lugares, en la primera fila, la mirada del administrador quedó atrapada en la dentadura de la joven. Por lo cual, al término de la función se acercó a la familia y los invitó a su camerino. 

  Les dio pases para que cuando quisieran, pudieran entrar a ver el espectáculo. Madre e hija, felices se vieron y sonrieron agradecidas; pero, al padre, tanta amabilidad, solo le despertó desconfianza. Por lo que seco, frío y hasta un tanto agresivo arremetió contra el administrador: "¿Qué quiere de nosotros?" Viéndose descubierto en sus intenciones, contestó directo: "A su hija. Que le permitan trabajar para mí, solo la temporada que por aquí estaremos. Su sonrisa es única. No hay otra así, con esa dentadura de piraña".

La jovencita bajó su cabeza y escondió sus lágrimas. Pero, en cuanto escuchó lo que les pagaría por cada noche que ella apareciera ante el público, enderezó la postura y volvió el rostro hacia sus padres, con una sonrisa dibujada en su rostro, al tiempo que decía: "Acepten, padres, por fin, algún bien y provecho sacaremos de mi defecto". 

Y, así fue como Manolita se volvió famosa. Hasta que un día, sin saber cómo, su dentadura se fue recortando y los dientes se acercaron tanto, unos a otros, que la sonrisa de Manolita se volvió la más hermosa de la región, como la de una princesa encantada y enamorada del amor. Hasta que un día, aquel niño de su infancia, fue descubierto entre el público. Esa noche, Pedrito apareció en el camerino de Manolita, para pedir su mano, con su ropa elegante y fina, y debajo de sus ropas, llevaba aquella camiseta amarilla, ya algo desteñida.

Escalones desiguales

Carlos A. Ponzio de León

Con altura de un metro con ochenta centímetros y un peso de sesenta kilogramos, James caminaba sobre Baldwin Street, de subida, azotado por el calor de cuarenta y cinco grados centígrados. Vestía playera verde militar y jeans color café claro. Sus pasos eran como las zancadas de un guepardo africano. Se detenía de casa en casa tocando a las puertas. En algunas no le abrían; pero en otras sí y en ocasiones, solo para soltarle alguna majadería: "No requerimos ayuda, negro marrano"; "vuélvete con tu gente, esclavo de mierda"; le gritaban al joven en el rostro, transformando su mirada desesperada en otra: salpicada por saña, pero sin causarle el menor estupor: suspiraba y rotando en media vuelta, se marchaba a la siguiente casa.

James decidió cruzar a la otra acera, buscando probar suerte en los hogares donde caía la sombra. Se metió por el andador frontal de una casa, construido de piedras color café y negro que formaban rombos y círculos, los cuales se extendían, uno seguido del otro, desde la banqueta hasta la puerta amarilla. James timbró y él mismo pudo escuchar el intervalo musical melodioso de dos campanas que sonaron, con eco, rebotando de una pared a otra en el interior de la casa. Abrió una mujer voluptuosa, pocos centímetros más baja que él, con todo y sus tacones, de tez blanca y rasgos asiáticos que inmediatamente, con la mirada, lo escaneó de arriba hasta abajo, desde el cabello negro crespo, rasurado por los lados, hasta las botas de cuero negro que llevaba como calzado.

"¿Tiene algún desperfecto en la casa que necesite arreglarse? Puedo ayudarla", dijo James. La señora Liu sonrió con sobriedad, miró a James inclinando su cabeza hacia un lado y abrió un poco más la puerta: "Acompáñeme". James cerró el postigo de acero detrás de él. Siguió a la mujer hasta una salía amplia, blanca en paredes, techo y mosaicos del piso. La dama tomó asiento en el sillón blanco de piel, para tres, y le indicó a él que se sentara en el Loveseat para dos. Se acomodaron uno junto al otro, formando un ángulo de cuarenta y cinco grados, frente a una pecera enorme, centro de sala, con peces que medían hasta veinte centímetros de largo y con dientes espectaculares que sobresalían cuando abrían la boca.

"Son pirañas. Le encantan a mi marido", dijo la señora Liu, acomodándose el escote. James guardó silencio, pasó saliva y carraspeó su garganta. La señora Liu movió sus caderas de un lado al otro para acomodarse la falda, echó para atrás su espalda y cruzó una pierna sobre la otra. "¿Sabe cortar el césped?". "Seguro que sí", respondió James moviéndose hacia adelante y colocando sus manos sobre los muslos. La señora Liu cambió la pierna que cruzaba, bajando la izquierda y subiendo la derecha.

"También tengo un vecino que es una persona muy molesta para mí", dijo la mujer y se quedó en silencio, haciendo una larga pausa. James llevó su mano hacia arriba y se rascó la cabeza. La señora Liu continuó: "Tiene un perro que de pronto anda suelto y viene a escudriñar los botes de basura, se mete a mi jardín, destruye las flores y escarba pozos en el pasto. Quisiera que usted pudiera arreglar eso". James se quedó en silencio. Se talló los ojos y luego llevó una mano a su boca. Se mordió una uña. "¿Usted quiere que arregle su jardín?". La señora Liu se levantó decepcionada, fingiendo indiferencia. "¿Le interesa el trabajo?". "¡Claro!". A James se le ablandó el corazón y sintió simpatía por la señora Liu, por lo que levantándose le dijo: "Respecto a su vecino...eh... ¿quiere usted... que... acaso... hable yo con él?" "No se preocupe por ese individuo. Le mostraré la cortadora de césped. Es un poco vieja... de las que usan gasolina. Tengo un poco de ese líquido en un bote de plástico sellado".

James caminó detrás de la mujer. De la cocina, salieron al patio por la puerta de madera. Rodearon la pared hasta encontrar cinco escalones desiguales. Descendieron cuidadosamente el desnivel y se encontraron con la puerta del sótano. James ayudó a la señora Liu empujando la verja. En dos pasos se encontraron adentro. La luz se encendió cuando la esposa jaló de un cordel que colgaba del techo. El lugar olía a aceite y estopa. El piso de madera se estrujaba rechinando con cada paso. "Creo que es aquella, la de la esquina", dijo la dama. James se acercó esquivando cuidadosamente los muebles viejos que le estorbaban en el camino. "Arriba de usted, a su derecha, encontrará otro cordón. Es una luz; enciéndela, por favor", dijo la señora Liu. 

James jaló del cable y pudo ver con claridad la cortadora de césped, a sus pies. Una especie de carrito de cuatro llantas, color naranja, como el amanecer del día. "Parece un sol naciente", dijo James, quien se inclinó para cargar el aparato. Al instante: un golpe en la cabeza que, en cuestión de otro instante, le arrebató la vida. Sobre el piso de madera cayó la pala. "¡Maldito negro; de aquí no sales; no serviste para nada!", se escuchó decir a la señora Liu.