Cuando sale el sol

Ella soñaba con cosas tan diferentes a las que veía y vivía a diario

La transformación del vino

Carlos A. Ponzio de León

Recogí a mi amigo Bernardo en la esquina del café La Rosa, ahí donde solemos encontrarnos los lunes, cuando cae la tarde, en una hora de charla para comentar las novedades familiares. Pero ese día era sábado y llegué en mi Lamborghini Urus de cinco millones de pesos. A Bernardo siempre le ha causado gracia que lo hubiese escogido color amarillo. Él habría preferido uno de tono rojo flama.

Conduje por Lázaro Cárdenas hacia el sur, cortamos camino en Río Nazas, cruzamos Garza Sada y seguimos hasta encontrar Revolución. Ahí doblé a la derecha y dos kilómetros más adelante arribamos al Inferno Men´s Club. Dejé que el valet parquin estacionara el auto. Esos jóvenes disfrutan de subirse a mi auto, acomodar el asiento de piel, mirar el tablero electrónico, poner la mano en la caja de cambios y por unos cuantos metros, pisar el acelerador y sentir el poder de la máquina V8 biturbo del carro, apenas ande a veinte kilómetros por hora.

Llegamos a las puertas de metal. El portero nos abrió el paso y sentimos el cambio de aire, del verano infernal en la calle a cuarenta y cinco grados centígrados, bajo el sol de Monterrey, al ambiente climatizado del lugar, a veintiún grados. Pasamos tras una cortina y lo primero que llamó nuestra atención fue el brillo de las pantallas planas de televisión, de setenta y siete pulgadas, con procesadores neurales quantum, colgadas en las paredes: transmitiendo juegos de fútbol de la Champions League, mientras en el centro del salón, sobre la pista de baile, tres mujeres desnudas, como pájaros exóticos, realizaban acrobacias. De tal magnitud era la belleza de ellas que, al verlas, Bernardo me dijo: "Vamos a terminar lamiendo hasta los tubos de esa pista". 

Pedimos un par de cervezas viendo el espectáculo. Luego otro par... y otro. Permanecimos sordos, quietos, escuchando la música a todo volumen reventando las paredes, viendo bailar arabescos prohibidos a las tres jóvenes, Hasta que comenzó a escucharse "Only Girl", de Rhianna; entonces las chicas bajaron por las escalinatas con sus atuendos diminutos en las manos. Por los altavoces se interrumpió la música y comenzó a escucharse la voz del DJ pidiendo a todas las bailarinas presentes que subieran a la pista. El desfile arrancó. Una por una fue subiendo y tomando su lugar. Por primera vez en la vida, a mis cincuenta y cinco años, comprendí, humanamente, lo humillante que puede resultar para algunas de ellas descender de la pista sin haber conseguido un cliente. 

Arriba: orgullosas, fingiendo indiferencia. Quietas como ganado, listas para la venta. Algunas corroídas por el odio cuando lo que ofrecen, aquello de lo que más orgullosas se sienten en el universo: la belleza de su cuerpo: es pasada de largo. El DJ anunció que el baile privado de cuatro minutos costaba ochocientos pesos y el de diez minutos, mil doscientos.

Mi lástima fue aplastada por el deseo: vislumbré entre la veintena de jóvenes, bajo las brillantes luces blancas que brotaban del techo, a una chica de dieciocho años, un diamante rosa de ensueño, escalando la plataforma: un cisne de oro bronceado, nadando aguas adentro, bajo la oscuridad de la noche artificial: carne y sangre bajo la piel más envidiable del universo.

Llamé al mesero. "Se llama Taylor", me dijo al oído. "Sígame". Fui detrás de él por el vericueto de mesas y espejos. Al arribar a la escalinata, logramos alcanzarla. El joven levantó la mano y señalándola con el dedo: la hizo venir. Ella me condujo por otras escaleras. En el segundo piso había un hombre con una cajita metálica de cobro. Pagué por adelantado. Entramos en la segunda cabina. Corrió la cortina y me dijo al oído, tocándome los hombros: "¿Vas a querer servicio o solo el baile?", "¿qué incluye?", "oral y vaginal". Le entregué de mi cartera los cinco mil pesos. 

"Póntelo", me dijo regalándome un condón. El bit de la música golpeaba a ciento cuarenta pulsos por minuto. Mi corazón sangraba más rápido. Comenzó sentándose arriba de mí, mostrándome su espalda morena, sobando su sexo sobre el mío en movimientos circulares. Eso que estaba viviendo, hacía años que no lo vivía.

Hizo todo el esfuerzo posible; pero fue imposible para mí. El faro del comercio jamás se irguió. No puedo creer que tres cervezas fueran suficientes para que la vida me demostrara que me estoy poniendo viejo. Nada extraño más de mi juventud. Podría sacrificar mi dinero y todos mis lujos, por vivir de nuevo esa vitalidad antigua.

Desconsolado, en casa, le rogué a Dios que me dijera algo. En mi mente, una sola frase apareció: "Estiércol de antaño". Terminó por derrumbarme, atravesado en el orgullo: pensé en el dineral que gasté. Y entonces, el cuarto se llenó de un estruendo y escuché una voz que me decía: "Por ti convertiré el estiércol en oro".

La rueca de la vida

Olga de León G.

Ella soñaba con cosas tan diferentes a las que veía y vivía a diario. Pensaba que todo era cuestión de esperar a que creciera un poco más. Que se pasaran esos días de monotonía y aburrimiento, cuando no de preocupaciones por lo que pasaba en su casa... Quién le diría que eso que tanto la agobió de niña, solo fueron nimiedades.

Fue mucho tiempo después, cuando contaba con algo más de treinta años, que una noticia en los periódicos la hizo recordar el día en que ella creció y maduró antes de tiempo, la vida adulta la sorprendió demasiado pronto. Y, no obstante, la niña permaneció intacta en su memoria y en su corazón. Andrea no se amargó, no culpó a nadie de lo sucedido, simplemente, asumió que el mal puede aparecer en cualquier parte y a toda hora: de día o de noche.

Pero, esa tarde se estremeció, de pies a cabeza, al sentir como el tiempo podía volver y revivir lo pasado. Se levantó del sillón donde estaba sentada, esperando ser atendida por el ginecólogo, algo desesperada por el retraso en la atención, pues vio que el reloj en la pared marcaba las doce con cuarenta y cinco minutos, y su cita era a las doce del mediodía... ya no alcanzaría a comer antes de regresar a su trabajo.

Unas amigas le habían recomendado mucho a ese médico, como una eminencia en casos difíciles... ¿Sería ella un caso difícil para el embarazo?, qué le impedía procrear, siempre fue muy sana...

A Luis no le preocupaba, pensaba que un día, cuando estuviesen menos ansiosos y estresados, tendrían el hijo que tanto deseaban ambos; aún eran jóvenes y seguían creciendo económicamente, sentimentalmente como pareja y profesionalmente en lo individual.

Por fin, escuchó su nombre en voz de la asistente y secretaria. Se dirigió a la puerta que le indicó la señorita y tocó suavemente. Una voz suave y firme, a la vez, dijo, pase:

Andrea se quedó inmóvil tras pasar el dintel del marco de la puerta. El hombre sentado detrás del escritorio, aunque con casi veinte años más, con el cabello entre cano dados sus casi cincuenta años, era el mismo, sí. No tenía dudas, esos ojos pardos jamás los olvidó, por años asaltaron sus sueños y la mantenían aterrorizada en medio de la noche.

Él ni se inmutó, ¿la reconocería?, tal vez no en primera instancia, pues casi ni la vio, por estar atendiendo al monitor de su ordenador, donde tenía el expediente que ella misma le envió.

Hasta que se detuvo en la parte donde ella describía el evento aquel que la transformó brutalmente en mujer, a los trece años... Dato que ella quiso añadir para preguntarle al ginecólogo que ahora veía, si algo así podía mantenerla traumada y ser causa de su infertilidad. Entonces, levantó la vista y no pudo decir nada. Quiso ocultar su cara; pero, ¿dónde?

Una noche de parranda y de apostar a su virilidad, alcoholizado e impulsado por los tres amigos que lo acompañaban, causaron un daño físico y moral en la mujer que tenía enfrente y que jamás pensó que volvería a ver.

Avergonzado, solo pudo balbucear. ¡Perdón!, yo nunca me lo perdoné y siempre he cargado con esa terrible experiencia, ¡perdón! Tampoco yo tengo hijos, y no sé por qué, pero no puedo embarazar a mi mujer, quince años de casados y aún no tenemos un hijo.

Acto seguido, tras levantarse para pedirle perdón a la joven que fue a consulta, se dejó caer en el sillón detrás de su escritorio y hundió su rostro entre sus manos.

Andrea salió del consultorio, sin pagar la cuenta por la consulta. Una consulta que le sanó el alma.