En la mañana de aquel primer día de la semana, el tercero después de la muerte de Jesús en la cruz, María Magdalena, habiendo visto que el sepulcro en que reposaba el cuerpo sin vida de Jesús estaba abierto, corrió a dar a Pedro y al discípulo amado la noticia de que el cuerpo de Jesús ya había sido trasladado, desde la tumba ofrecida por José de Arimatea provisoriamente -mientras pasaba el sábado- a otra posición desconocida: «Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto». A ella no le molesta que hayan trasladado el cuerpo de Jesús, porque era lo previsto. Lo que le molesta es que ella no haya sido parte de ese traslado y, sobre todo, que no haya sido informada sobre el lugar en que fue puesto. Esta es la hipótesis que ella maneja.
María Magdalena piensa que esa operación la han decidido los dos discípulos -Pedro y el amado-, junto con el encargado del huerto donde estaba el sepulcro. Pero se encuentra con que esos dos discípulos nada saben y ellos mismos corren al sepulcro a verificar el inesperado anuncio. El discípulo amado «vio y creyó». Vio el sepulcro vacío, las vendas en el suelo y aparte el sudario plegado, y creyó, no que el cuerpo de Jesús haya sido trasladado, sino que Jesús ¡había resucitado!, porque «hasta entonces no habían comprendido la Escritura, a saber, que Él debía resucitar de entre los muertos» (Jn 20,9). En esta comprensión -en plural- incluye también a Pedro. Con esta certeza ellos se retiran del sepulcro y debieron convocar a los demás del grupo de los Doce, de manera que en la tarde de ese primer día de la semana estaban todos reunidos, excepto uno, Tomás.
Aquí comienza el Evangelio de este Domingo II de Pascua: «Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, vino Jesús, se puso en el medio y les dijo: "Paz a ustedes"». No se presentó ante ellos con su cuerpo martirizado, del que había brotado sangre y agua, después que un soldado lo atravesó con una lanza, sino con su cuerpo resucitado lleno de vida, ostentando, sin embargo, los signos de su pasión, por los cuales se identifica: «Les mostró las manos y el costado». Ellos adquieren la certeza de que es Él: «Los discípulos se alegraron de ver al Señor». Antes de su pasión y muerte, Él les había prometido: «Volveré a verlos y se alegrará el corazón de ustedes» (Jn 16,22).
Después de repetirles el saludo, les encomienda una misión, que tiene su origen en el Padre y se prolongará hasta el fin de los tiempos: «Como el Padre me envió, los envío Yo a ustedes». ¿Cuál es esa misión que parte del Padre y, a través de Jesús, se prolonga por medio de sus discípulos? Desde antes de su nacimiento, el nombre de Jesús (Yahveh salva) expresa su misión, como le explica el ángel que se apareció en sueños a José: «Le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Expresó esa misión Juan el Bautista, cuando indica a Jesús llamandolo: «El Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Su misión es quitar el pecado del mundo ofreciendo satisfacción con el sacrificio de sí mismo, como lo anuncia en la última cena: «Este es el cáliz de mi sangre, que será derramada para el perdón de los pecados» (cf. Mt 26,27-28). Habiendo derramado ya su sangre, Jesús resucitado puede encomendar a sus discípulos la misión de perdonar los pecados, dandoles el poder de hacerlo: «Sopló sobre ellos y les dijo: "Reciban el Espíritu Santo. A quienes ustedes perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes ustedes los retengan, les quedan retenidos"». «Retener los pecados» no es un simple «no perdonar»; es una declaración de que no están dadas en el pecador las condiciones para ser perdonado, a saber, el dolor de haber ofendido a Dios y el firme propósito de enmienda.
En ese primer día de la semana en que resucitó Jesús y se presentó en medio de sus discípulos, no se encontraba con ellos Tomás. Ellos le dijeron: «Hemos visto al Señor». Él consideró que el sentido de la vista no era suficiente para atestiguar la resurrección de alguien que murió crucificado, después de haber sido azotado y de haberse desangrado hasta la última gota de su sangre, y exigió verificar con el sentido del tacto: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré». ¿Se debe entender, entonces, que, si Tomás metía su dedo en el agujero de los clavos y su mano en el costado de Jesús resucitado, entonces, creería en su resurrección? Error, porque aún en ese caso la fe en la resurrección de Cristo sigue siendo un don de Dios y no el resultado de una deducción racional o de una verificación experimental. Y esta fe abraza todo lo demás, sobre todo, la fe en la Persona de Jesús y todo lo que hizo y enseñó. Por eso, cuando Jesús se presenta por segunda vez entre sus discípulos e invita a Tomás a meter su dedo en el agujero de los clavos y su mano en la herida de su costado, la confesión de Tomás no es sólo de la resurrección, sino que va mucho más allá: «¡Señor mío y Dios mío!». Llama a Jesús como invocaban los judíos a Dios en varios Salmos, por ejemplo: «Levantate, oh Señor (Yahveh); salvame, Dios mío» (Sal 3,8; cf. 7,2; 13,4; 22,2.3 passim). La confesión de Tomás es la más explícita que tenemos de la divinidad de Jesucristo.
Jesús reacciona a esa confesión diciendole: «Porque me has visto, Tomás, has creído». Él pudo haber respondido: «Sí, es verdad, pero lo que creo va mucho más allá que lo que veo: yo creo que Tú eres la resurrección y la vida, que eres la Luz del mundo, que eres el Camino, la Verdad y la Vida, que eres el Pan de vida, que eres la Vid verdadera, que eres el Salvador del mundo... que eres mi Dios, el Dios único y verdadero». La fe en la resurrección de Jesús trae consigo todo eso. La resurrección de Jesús es el signo máximo, que los resume todos, y al cual, sobre todo, se aplica la conclusión que da Juan a su Evangelio: «Jesús hizo en presencia de los discípulos muchos otros signos que no están escritos en este libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo esto tengan Vida en su Nombre» (Jn 20,30-31). La fe en la resurrección de Cristo nos concede tener Vida en su Nombre.