El Evangelio de este Domingo V de Pascua, tomado de uno de los así llamados «discursos de despedida» de Jesús, es una de las páginas del Nuevo Testamento en que Él nos revela con más claridad su divinidad y está, por tanto, en la base de nuestra fe en la Santísima Trinidad. Los cristianos hemos recibido del Pueblo de Israel la fe en un Dios único, como lo leemos en los profetas: «Yo soy Dios y no hay ningún otro; Yo soy Dios, no hay otro como Yo» (Isaías 46,9); pero hemos recibido de nuestro Señor Jesucristo la revelación de tres Personas divinas -Padre, Hijo y Espíritu Santo-, de manera que cada una de ellas es la misma y única sustancia divina, el mismo y único Dios. En efecto, respecto de Jesucristo confesamos en el Credo: «Creo en un solo Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios,... Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial al Padre...».
Después de exhortar a sus discípulos a no inquietarse con el anuncio de su partida -«no se turbe el corazón de ustedes»-, Jesús agrega la razón por la cual deben mantener la paz interior: «Ustedes creen en Dios; crean también en mí». Lo que les dará esa paz es la fe en Él. Este importante texto tiene, sin embargo, diversas traducciones, debido a que en griego la forma verbal de la segunda persona plural presente indicativo del verbo «creer» es idéntica a la forma del imperativo. Se puede entender, por tanto, de dos maneras: «Creéis en Dios; creed también en mí», como lo hace la Biblia de Jerusalén, o: «Crean en Dios y crean también en mí», como lo hace nuestro Leccionario. ¿Cuál es la que Jesús dijo? Para decidirlo tenemos que recurrir a la versión que la Iglesia con su autoridad declara auténtica, es decir, la versión latina de la Neo Vulgata y allí leemos: «Creditis in Deum et in me credite» («Creéis en Dios, también en mí creed»).
Según esta lectura auténtica, Jesús da por sentado que sus discípulos, que eran fieles judíos, creen en el Dios verdadero, que habla por medio de Isaías en el texto que hemos citado más arriba; pero los exhorta a dar un paso más y a creer de la misma manera en Él. ¡Creer en Él de la misma manera que creen en Dios! Esto exige creer que Él es ese mismo Dios, porque los judíos -y también los cristianos- tenían como primer y más importante mandamiento, el siguiente: «Escucha, Israel: el Señor (YHWH), nuestro Dios, Señor (YHWH) uno» (Deut 6,4).
Es importante observar una acentuación de Jesús. En todo este Capítulo 14, usa una sola vez, solamente en este texto, la palabra «Dios», en tanto que la palabra «Padre» la usa 23 veces. Lo que quiere acentuar aquí, exhortando a creer en Él como se cree en Dios, es que Él mismo es Dios. Esta es nuestra fe cristiana, como lo confesamos en el Credo: «Creo en Jesucristo... Dios verdadero».
Jesús sigue adelante diciendo a sus discípulos a dónde va: «En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no fuera así, ¿les habría dicho acaso que voy a prepararles un lugar?». Jesús les ha dicho, entonces, a dónde va y con qué fin: «Cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y los tomaré conmigo, para que donde estoy Yo estén también ustedes». Hay que notar que Jesús usa la forma presente: «Donde estoy Yo» («Ubi sum Ego»). Es porque Él está en el mundo sin dejar el seno de su Padre. Él está permanentemente allí. En varias ocasiones Jesús usa la forma absoluta «Yo soy» (Ego eimí), que es el Nombre con que Dios se reveló a Moisés. Aquí, en cambio, cuando quiere expresar su permanencia en el Padre, dice «Estoy Yo» (Eimí Ego).
Es claro, entonces, el destino de Jesús. Pero Él agrega: «Adonde Yo voy ustedes saben el camino». Él sabe lo que dice y es verdad, como lo va a aclarar a continuación. Pero esa afirmación suscitó la reacción algo airada de Tomás, según su carácter (cf. Jn 20,24-25): «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». Bastaba con preguntar por el camino, porque su destinación Jesús la ha expresado ya con claridad. Jesús decía la verdad, cuando afirmaba que ellos ya conocían el camino, porque lo conocían a Él. Lo explica con una de sus sentencias más importantes, ¡y absolutas!: «Yo soy el camino y la verdad y la vida; nadie va al Padre sino por mí». No entraremos a discernir en qué relación están entre sí los términos camino, verdad y vida. Sólo diremos que Jesús es igualmente y plenamente cada uno de ellos. En este contexto, dado que se está hablando del camino al Padre, leemos: «Yo soy el camino... Nadie va al Padre, sino por mí». Es una afirmación de Jesús que no admite excepción. Todo ser humano tiene como destino el Padre y la felicidad eterna junto a Él; pero, para llegar a ese destino debe creer en Jesús como el único mediador, el único camino. La meditación de esta declaración de Jesús debe movernos a anunciarlo a Él con más celo, sobre todo, a nuestros seres queridos que están alejados de Él; cuando los vemos que avanzan por otro camino avanzan hacia la perdición. Preocupante es la afirmación de Jesús: «Ancho es el camino que lleva a la perdición» (cf. Mt 7,13).
Jesús, entonces, ha declarado que el destino eterno de sus discípulos es el Padre: «Donde Yo estoy estén también ustedes». Esto provocó la admirable petición del apóstol Felipe: «Señor, muestranos al Padre y nos basta». Su ruego es admirable por tres motivos. Primero, él es el único que, adoptando el modo de hablar propio de Jesús, llama a Dios «el Padre», siendo así precursor de todos los cristianos; segundo, él cree que Jesús puede concederlo y ¡tiene razón!; tercero, afirma que esa visión basta, porque satisface todo anhelo de felicidad. Se basa en el Salmo 23: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (Sal 23,1) y es precursor de la gran mística Santa Teresa de Jesús de Ávila: «Nada te turbe... quien a Dios tiene nada le falta».
Debemos agradecer a ese apóstol su petición, porque la respuesta de Jesús completa la revelación de su divinidad: «Felipe, quien me ha visto a mí, ha visto al Padre». ¿Cómo se entiende esta sentencia de Jesús? Muchos lo vieron en el curso de su paso por esta tierra y no vieron a Dios, incluso lo crucificaron. Se entiende por lo que Jesús agrega como una pregunta: «¿No crees que Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?». Para ver a Dios, el Padre, en Jesús es necesario creer en Él, en su divinidad, creer que Él está en el Padre y el Padre está en Él, porque Él es Dios. Lo crucificaron los que no creyeron. En efecto, cuando Él declaró: «Yo y el Padre somos Uno» (Jn 10,30), los judíos entendieron lo que significaba esa afirmación -«Tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios» (Jn 10,33)- y no creyeron. Por eso, la consideran una blasfemia y toman piedras para arrojarselas.
Esta hermosa y fundamental página del Evangelio debe llevarnos a fortalecer nuestra fe en Jesús vivo y presente entre nosotros en la Eucaristía. Su sentencia: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre», se verifica hoy en este Sacramento de su presencia viva y sustancial, como nos enseña el Catecismo: «En el santísimo Sacramento de la Eucaristía están contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre, junto con el alma y la divinidad, de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero» (N. 1374).