Confesiones culposas

"Aquí estuvieron grandes pintores, artistas de la vida y el destino, que vinieron, vieron y vencieron a los silencios de hoy, mañana y siempre"

Humillación

Carlos A. Ponzio de León

      

      "Tienes media hora para colocar tus cosas en esta caja y largarte de esta oficina", me dijo mi jefe. Descendí desde el piso 41 hasta la planta baja, usando el ascensor de carga y descarga, escoltado por un compañero de trabajo que empujaba un diablito, llevando la caja con libros y documentos. Por su peso, era difícil mover la dichosa caja para una sola persona. Cuando llegamos a la recepción del edificio, los guardias de seguridad me pidieron la hoja de autorización, debidamente firmada, para sacar del inmueble mis pertenencias. Le pedí al compañero que me esperara para salir a la calle y conseguir un taxi. Cuando regresé para solicitarle ayuda para trasladar el estuche de cartón hasta la banqueta, donde ya me aguardaba un auto, me dijo: "Perdón, el Doctor me marcó. Está furioso porque bajé a ayudarte con esto. Me ordenó que subiera". Así es que el hombre me dejó allí y como pude, cargué entre los brazos, descansando a tramos, con el cofre de cartón: una distancia de setenta metros. 

      Abordé el taxi y durante el camino no pude dejar de atravesar la vista tras la ventana del auto. Iba con el corazón golpeándome ante la humillación que había vivido durante las últimas semanas y que ese día concluía con mi cese como funcionario público. De su profundidad, el cielo se transformó en un mar soltando llanto: dejó caer una ola sobre el pavimento y la vejación más triste que tuve sobre mi vida, se completó.

      Mi jefe, el Doctor, era el Gerente de Estudios Financieros. Yo había llegado a su oficina por tema de concurso público de la plaza. Él no me conocía. Yo, a él, sí. Habíamos estudiado la carrera en la misma institución, veinticinco años atrás. Él concurría con una generación delante de la mía. Logró ser aceptado en uno de los programas de doctorado más renombrados de Europa. Regresó a México, pasó por diversas instituciones y aterrizó haciendo un trabajo que le parecía completaba su destino. ¿Estaba en lo correcto? Hacía su trabajo con el talento que Dios le había entregado al nacer, pero sin respeto hacia sus empleados.

      Éramos una oficina pequeña, de acaso trece... o catorce colaboradores, incluyéndome a mí. Por alguna razón imagino que Dios se deleita con la experiencia que viví ahí. ¿Será una cuestión de numerología?

      En fin, pongamos manos en el asunto. Los que trabajamos para él fuimos testigos de la manera en que el Doctor acosaba a sus empleados. La chica más talentosa del grupo era una joven lesbiana, morena y atractiva y el doble de inteligente que él. En un año, once de las quince ideas más brillantes que se cocinaron en ese despacho salieron de ella: lo deslumbraba. Y no sé exactamente qué provocaba eso en el Doctor, que los tres Adjuntos lo vimos ejecutar acciones de acoso sobre ella por sus preferencias sexuales: la chica atraía a mujeres más guapas que las que podía atraer el Doctor y en una fiesta en casa del mismo jefe, todos sospechamos que su esposa le fue infiel con ella. 

      Lo digo porque su mujer, al menos conmigo, le fue infiel. Vale aclarar que esa no fue la razón por la que el Doctor hirviera contra mi persona al final de la historia. A él le gustaba compartir a su esposa. Padecía esta enfermedad en la que la única manera en que podía conseguir un orgasmo era viendo a su mujer siendo penetrada por otro hombre. No es necesario mencionarlo, pero ninguna de sus dos hijas lleva sus genes.

      Lo importante para él, en la vida, según nos lo contó un día en que se soltó llorando en una reunión con todo su equipo, (algunos sospechamos que el llanto se debió a que le había llegado la andropausia), era dejar una marca en la humanidad. Quería cambiar el mundo, transformarlo para bien, inventar algo que nos permitiera llegar a Marte o Saturno o a otra galaxia... Pero la realidad de las cosas no era esa. Se dedicaba a coordinar Estudios Financieros de Mercado que, francamente, como casi todo lo demás en esta vida, a nadie le importaban.

      El motivo por el que el Doctor me cesó del empleo de manera brusca y vergonzosa fue porque cuando tuve contacto sexual con su esposa, a ella no le gustó. Había vivido placeres inauditos con los otros dos Adjuntos, con los directores de Área, incluso con el Chófer. Pero su experiencia conmigo le dejó mucho qué desear. No se justificaba, entonces, que yo ocupara un lugar en el despacho que dirigía su esposo. Había que remplazarme por un empleado más provechoso.

Los silencios de hoy y siempre

Olga de León G.

No era solo un cuadro de Picasso, ni una pintura de Manet, ni Monet, tampoco algo de Van Gogh, mucho menos de los realistas mexicanos o del realismo silencioso y solitario de Edward Hope como Nighthawks (Noctámbulos). Era un océano de pinturas que volaban sobre nuestras cabezas, mostrando infinidad de cuadros de famosos que iban y venían sin orden alguno, ni sentido o significado: tan solo estaban como desfilando, como quien dice o quiere decir algo... Qué, no lo sé. ni creo poder saberlo en toda la noche, madrugada o días posteriores. 

      Debía estar soñando. Sí, seguramente se trata de un sueño extraño; uno de esos que uno sabe que está teniendo, pero no sabe cuándo despertará de él. Yo soñaba que soñaba, o alguien me soñaba a mí. ¡Qué sensación más extraña y confusa! ¿Seré el sueño de otra u otro?, o acaso soy quien soy, porque sueño que vivo cuando en realidad solo duermo; mientras alguien más está viviendo mi vida y mis sueños. ¡Qué sé yo lo que estaba sucediendo!

      No quiero distraerme ni distraerlos. El vuelo y revoloteo de las pinturas era un hecho que no sabría cómo refutar ni ocultar o desmentir, sin que estuviera faltando a la verdad que se encierra en todos los cuentos y sueños, por más que no queramos reconocerlo. Así que, examinemos -como si se tratara de un ensayo-, ¿por qué cuadros de pinturas, obras de famosos, eran los que sobrevolaban nuestras cabezas y no libros de novelas, cuentos y poesía? Pues, tampoco lo sé.

      Ese vuelo fantástico y casi inverosímil duró varios minutos. Hasta que se cayó de pronto una de las pinturas, no importa saber cuál fue... Cayó una, y luego otra y otras más le siguieron, hasta que el cielo de pinturas desapareció de arriba y terminaron todas en el suelo, sobre la alfombra azul plumbago de la sala... O, acaso nunca se movieron de allí, allí estaban cuando entré al cuarto y no supe en qué momento empezaron a volar hasta estar todas girando pegadas al techo, o eso es lo que creí ver cuando entré en la sala.

      La penumbra dominaba el entorno, no obstante, vi entonces. cómo claramente los cuadros y lienzos se levantaban y me sobrevolaban... Primero, creí que solo a mí. Pero, no estaba solo yo en la sala, cinco o seis personas más se hallaban ocupadas con algo (buscar algún libro en los estantes, examinar los cuadros en la pared de atrás, ver hacia el inmenso jardín por el ventanal de pared a pared); y una pareja, que permanecía sentada conversando.

      Ya que todas las pinturas dejaron de volar sobre nuestras cabezas, la luz se hizo más clara e intensa, pero nadie parecía preocuparse de que las cosas cambiaran. Al poco rato, una paloma blanca, como papel de libreta sin letra ni pensamiento alguno sobre de ella, entró por la chimenea y fue a posarse encima de un libro que estaba en la mesita, al lado del sofá mediano en donde continuaba la pareja que estuvo siempre allí, platicando entre ellos. El libro era parte de la Biblia, era el Antiguo Testamento y un joven que lo había estado leyendo, o por lo menos hojeándolo, lo había dejado abierto en una de las páginas que comprendían los Diez Mandamientos.

      La paloma mantenía una de sus patitas donde se leía parte del Mandamiento: "No matarás". En el instante en que la paloma se posó sobre la frase, se escuchó ahogado por la distancia o por algún silenciador, un disparo. Y, a pesar del ahogo o la distancia, todos los que allí estábamos, lo escuchamos.  Entonces, un mar de sospechas justificadas o no, y de miedos provenientes del baúl de las culpas de cada uno de nosotros (los que nos encontrábamos allí por mera y azarosa eventualidad), se esparció con el viento por entre los huecos. Nos estremecimos: mas, ipso facto, nos repusimos: nosotros no hicimos el disparo.

      Todos volteamos a ver a los demás. No, definitivamente, ninguno de ellos accionó arma alguna. Afuera, caía una leve llovizna y cuatro intrépidos jinetes, corrieron en círculo, cerrándole el paso al virtual asesino de la página en blanco: un novel escritor acababa de escribir sobre el ala derecha de la paloma blanca: "Aquí estuvieron grandes pintores, artistas de la vida y el destino, que vinieron, vieron y vencieron a los silencios de hoy, mañana y siempre".