En el Evangelio de este Domingo XXIV del tiempo ordinario continuamos la lectura del discurso en que Jesús da normas para la vida de su Iglesia -el «discurso eclesial»- y lo retomamos en el punto en que lo habíamos dejado el domingo pasado. En la lectura de este domingo concluye ese discurso. Sabemos que quien dividió la versión latina de toda la Biblia -la Vulgata- en capítulos de semejante extensión fue Esteban Langton de la Universidad de París en el año 1214 d.C. (aprox.) y, desde entonces, esa división se impuso. Pero esa división no goza de la inspiración divina del texto bíblico. Por eso, nos atrevemos a corregir a Esteban Langton. En efecto, él debió hacer concluir el capítulo XVIII de Mateo en el versículo siguiente, que es claramente una conclusión: «Y sucedió que, cuando acabó Jesús estos discursos, partió de Galilea y fue a la región de Judea, al otro lado del Jordán» (Mt 19,1). Estas palabras son la conclusión del «discurso eclesial»; debieron ser la conclusión del capítulo XVIII y haber quedado dentro de ese capítulo como Mt 18,36.
En la lectura de este domingo Jesús sigue dando normas sobre el tema del perdón, pero ahora no en su dimensión vertical -el perdón de Dios a nosotros-, sino en su dimensión horizontal, es decir, el perdón de sus discípulos unos a otros.
Esas dos dimensiones ya las había mencionado y distinguido Jesús en la forma de una oración, cuando dijo a sus discípulos que oraran diciendo: «Padre nuestro, que estás en el cielo... perdonanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores...» (Mt 6,12). El desarrollo lógico de la frase debía ser este: «Perdonanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos las tuyas». Pero, que Dios tenga alguna deuda con nosotros que debamos perdonarle, es absurdo. En cambio, lo que es frecuente es que otro ser humano tenga alguna deuda con nosotros. Y es esta la deuda que debemos perdonar para que Dios nos perdone a nosotros la deuda que tenemos con Él. Al hablar de «deuda» Jesús está usando una metáfora para referirse al «pecado», pues es el pecado lo que debe perdonarnos Dios para darnos la salvación: «Él (el Padre) nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados» (Col 1,13-14).
Nunca algún hombre, ni siquiera alguno de los grandes profetas, había dicho a otro: «Tus pecados te son perdonados». Cuando Jesús dijo esas palabras al paralítico, los escribas se dijeron para sí: «Este está blasfemando» (Mt 9,3; cf. Mc 2,7). En esa ocasión Jesús demostró que Él tenía ese poder y que Él es el único que puede saldar nuestra deuda con Dios, es decir, obtenernos su perdón, porque Él derramó su sangre «para el perdón de los pecados» (Mt 26,28) y esa sangre, que es la sangre del Hijo de Dios, tiene un valor infinito: «Ustedes han sido redimidos de la conducta necia heredada de sus padres, no con algo caduco -oro o plata-, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin tacha y sin mancilla» (1Pet 1,18-19).
Cristo vino a salvarnos del pecado, como dijo el ángel a José en sueños: «Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21); y esto lo hizo derramando su sangre en la cruz. Él mismo declaró: «Por eso les digo que todo pecado y toda blasfemia serán perdonados a los hombres» (Mt 12,31). Pero este perdón requiere el arrepentimiento, que es el dolor de haber ofendido a Dios unido al firme propósito de no ofenderlo más. Ya hemos visto que Jesús manda a sus discípulos exhortar a este arrepentimiento al hermano que peca: «Si tu hermano peca, reprendelo... habrás ganado a tu hermano».
En el Evangelio de este domingo, respondiendo a una pregunta de Pedro, Jesús reafirma una enseñanza que ya había propuesto, cuando nos enseñó el Padre Nuestro: «Si ustedes perdonan a los hombres sus ofensas, los perdonará también a ustedes el Padre celestial de ustedes; pero si no perdonan a los hombres, tampoco el Padre de ustedes perdonará sus ofensas» (Mt 6,14-15).
«Pedro se acercó a Jesús y le dijo: "Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peca contra mí? ¿Hasta siete veces?"». Como hemos visto, Pedro ya sabe que es necesario perdonar al hermano, cuando peca contra él, en cualquier forma que sea. Lo que quiere saber es cuántas veces. Si la pregunta hubiera llegada hasta allí, Jesús lo habría instruido a él y a nosotros. Pero Pedro aventura un número, que él considera lo más que se puede tolerar: ¿Hasta siete veces? Lo pregunta esperando que Jesús le responda que siete veces sería demasiado. Pero la respuesta de Jesús se presenta como una corrección a Pedro: «No te dijo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete». Con esta expresión no es que Jesús quiera poner un límite más alto que el puesto por Pedro, mandandole perdonar 490 veces; «setenta veces siete» es una expresión idiomática semita que significa siempre, sin límite.
Para explicar esta norma, Jesús, como suele hacerlo, propone una parábola, la así llamada del «parábola del siervo despiadado». Este siervo tenía con su señor una deuda que Jesús, como el punto de la parábola, fija en una cantidad desmesurada: diez mil talentos (equivale a 360 toneladas de oro). Cuando el siervo ruega al señor tener paciencia y asegura que pagará esa deuda, los que escuchaban a Jesús tienen que haber reaccionado, diciendo: «¡Es imposible que pague esa deuda!». En efecto, el mismo señor, viendo esa imposibilidad, le perdonó toda la deuda, ¡esa deuda! En cambio, la deuda que tenía otro colega con ese mismo siervo -cien denarios, el salario de cien días de un obrero (cf. Mt 20,2)- era posible saldarla y, cuando el colega le dice: «Ten paciencia que te pagare», todos debieron pensar: «Sí, es posible». Pero viene lo increíble. Ese siervo no quiso perdonar a su colega y lo hizo arrojar a la cárcel. Con razón, los mismos compañeros se indignaron por su impiedad. Por su parte, el señor lo mandó llamar y le dijo: «Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti? Y encolerizado su señor, lo entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía». Todos los que oían a Jesús, incluido Pedro, y nosotros mismos estamos de acuerdo con la actuación que tuvo el señor con ese siervo despiadado. La enseñanza que se obtiene de esa parábola la expresa el mismo Jesús: «Esto mismo hará con ustedes mi Padre celestial, si no perdona de corazón cada uno a su hermano».
Este Evangelio es el que corresponde a este domingo. Pero resulta providencial en este día 17 de septiembre, vigilia de nuestras fiestas patrias, que desgraciadamente encuentran a los chilenos muy divididos por nuestra indisposición a perdonarnos unos a otros. La deuda que tenemos con Dios es infinitamente mayor que la que tenemos unos con otros, por muy grande que esta sea. Y, si no nos perdonamos de corazón, Dios no nos perdonará a nosotros. Hemos visto episodios muy tristes en nuestra patria de falta de perdón, que son muy semejantes al del siervo despiadado. Cuando Jesús manda a Pedro perdonar a su hermano, le manda hacerlo sin poner condiciones. Ese es «el perdón de corazón» que Jesús manda a sus discípulos. Esta enseñanza de Jesús se nos ha hecho tan extraña, que ya casi no nos atrevemos a proponerla. Pero es la que nos dará la salvación en esta tierra y, sobre todo, en la eternidad.