Intrépidos héroes anónimos
Olga de León G.
Íbamos por la carretera rumbo al norte, sin propósito de llegar a alguna parte. Mi padre había llegado a casa pasadas las cinco y treinta de la tarde. Era domingo y siempre solíamos cruzar la frontera para comer y pasear. Nos llevaban antes del mediodía y luego caminábamos para ver aparadores e ir planeando algunas compras entre semana. Después volvíamos al auto y papá manejaba por alguna carretera, sin rumbo específico. Ya al anochecer, regresábamos a casa. Por eso, porque papá había regresado hasta en la tarde, mamá estaba enojada.
De todas formas, saldríamos a merendar o comprar nieve y oír música en el café merendero de siempre, donde nos gustaba ir, porque escogíamos la música que quisiéramos y algunas piezas que nos pedían papá y mamá para escucharlas en la rocola. O paseábamos por el centro de la ciudad y luego, otra vez a la carretera… Hasta que algunos de los más pequeños les daba sueño y se iban quedando dormidos; yo nunca me dormía en el coche.
Pero, contaban mis padres que de bebé sí solían sacarnos a los dos hermanitos que entonces formábamos el total de la familia, a pasear en el coche para que yo me pudiera dormir, de meses hasta los tres años o poco más hicieron eso. Mi hermanito a veces ya estaba dormido para cuando salían a dormirme a mí.
“Las hojas muertas”, “Morenita mía”, entre otras piezas, eran las que nunca faltaban en la selección que mis padres hacían para escucharlas. Más de sesenta y cinco años después, no puedo dejar de disfrutar oírlas con la mirada encendida de amor y los ojos un poco húmedos: son recuerdos imborrables que comparto con algunos de los hermanos que también siguieron con esa tradición de nuestros padres, de cuando vivimos en Reynosa, Tamaulipas.
Solo vivimos en esa ciudad fronteriza ocho o nueve años y, no obstante, las vivencias de entonces se metieron hasta lo más hondo de nuestros tiernos corazones y maravillosa memoria. Cómo no hacerlo, si allí terminamos la primaria, e hicimos, mi hermanito, uno o dos años de secundaria (no recuerdo bien), y yo los tres. Etapa importante en la formación de los jovencitos. De ahí, iríamos a Monterrey, para que yo ingresara a Preparatoria y no tuviese luego problema para inscribirme en la facultad que eligiera dentro de la Universidad Autónoma de Nuevo León.
Volver la mirada a la infancia primera, antes de los nueve años, cuando los hermanos ya éramos cinco y todavía vivíamos en Matamoros, Tamaulipas, trajo a mi memoria algunos hechos que se convertirían en anécdotas aleccionadoras de profundo raigambre en nuestras conductas de jóvenes y adultos.
Como cuando ya dentro del coche, nuestro padre nos vio por el retrovisor y nos preguntó: ¿de dónde sacaron esos chicles? …mamá, quien ya había volteado hacia nosotros, añadió: y, ¿los dulces? (que tratábamos -sin resultado- esconder entre las manos). Entonces, papá recordó que nos le perdimos de vista cuando estaba pagando la cuenta y mamá esperando las estampillas que le darían por su compra, (para ella ir completando de llenar su cartilla; ya le faltaba poco para ganarse la vajilla que tanto quería). No se preocupó, ya que el auto estaba estacionado a la salida del Kress, seguramente allí nos iríamos.
Y en efecto, solos esperábamos que abriera las puertas para sentarnos atrás. Con cierto regocijo nos miramos y sacamos sendos chicles que pusimos en nuestra boca y felices por la hazaña realizada, disfrutamos de esos chicles que les robamos a los gringos, en venganza por su hurto: ¡Texas fue nuestra!, unos dulces y chicles, no eran nada a cambio de eso. Papá repasó las vivencias del momento y sacó conclusiones:
Para nuestra sorpresa, no nos regañó, solo dijo: tomen este billete y regresen a decirle a la persona de la caja que se les olvidó pagar por lo que traen en sus manos. Sentimos tanta vergüenza, que nunca más hicimos algo igual o semejante.
Pero, eso no evitó que nos quedáramos por un par de años con el resabio de la venganza no cobrada: los gringos se merecían eso y más…Así que, a pesar de que seguramente nadie más lo sabría: Mi hermanito y yo seríamos por siempre, ¡Intrépidos héroes nacionales y anónimos!
La inmortal esperanza
Carlos A. Ponzio de León
Ese día era un sótano helado: la Antártida de Urano; pero, el horno de Venus en verano. Al desempacar los libros de sus cajas, los libreros y decenas de discos compactos de música, encontramos que debajo de la puerta trasera, junto al jardín, había tres tipos de bichos raros, midiendo cinco centímetros de largo, abriéndose paso. Los pudimos clasificar en tres tipos: horribles, horripilantes y horrorosos. Tom, al verlos, nos dijo: “Vamos, chicos, es el último año, para que no olviden cuánto les costó este doctorado”. Nos mudamos a ese sótano cuando me quedé sin becas y tuvimos que dejar el departamento en Prescott St., en pleno Harvard Square, porque las becas cumplieron sus plazos.
Ese último año los viviríamos a veinte minutos, en bus, de la universidad. Muy pronto quisimos recordar nuestros años de ocio en Harvard Square y volvimos un sábado, dedicados por completo a dar un paseo por las calles. Descendimos del autobús antes de llegar al puesto donde se vendían periódicos de todo el mundo: Out of Town News, se llamaba el negocio. Caminamos por Massachusetts Avenue y entramos a una tienda de muebles y artículos de cocina: Crate & Barrel, que también ha cerrado ya. Pajareábamos en busca de algún vaso, un plato o incluso una cuchara; algo que estuviese dentro de nuestro presupuesto. Encontré un libro de pasta dura, hoja brillante y lascivo en fotografías a colores, con fórmulas para más de doscientas recetas de coctelería de alto calibre. Dos tragos de aquellas fórmulas podían emborrachar al no profesional. Lo comprobamos el primer día de experimentación. Llegamos tambaleándonos a la cama y despertamos con una cruda mortal.
No sabíamos curar la resaca: por ejemplo, en un bote limpio de plástico, (de esos que se consiguen comprando un litro de helado), se puede colocar agua simple, luego verter una cucharada de sal de grano y exprimir uno, o tal vez dos limones completos. Fórmula que llegaría a mi bagaje de conocimientos veinte años después, (Delaira y yo nos habíamos divorciado ya y yo era un profesional del alcohol sin vicio: podía dejarlo al instante, por el tiempo que fuera, -así se tratara de años-, cuando Dios lo ordenaba).
Una de esas noches en que explorábamos la coctelería del dichoso libro, preparamos una bebida con brandy, limón y sepa Dios qué tantos otros licores combinados. ¡El Sagrado y sus bebidas con brandy!
Escuchábamos música del disco Guilty de Barbra Streisand. Un CD cuya portada conocía desde mi infancia, siendo entonces un LP que se tocaba en el tocadiscos de mis padres, en noches en las que ellos preparaban su propia coctelería y su par de hijos habíamos ido a dormir.
Delaira, conmigo en Brighton y escuchando la música del CD saliendo de las bocinas del minicomponente que teníamos, agarró entre sus manos un arreglo de madera que simulaba un bastón, como micrófono. Cantaba sin parar (y sin alcanzar los agudos de la Streisand). Cuando de pronto, en su rostro, se asomó una desagradable sorpresa: ¡Alguien se había terminado su bebida! ¡Y me estaba culpando a mí! Era cierto que éramos los únicos en ese sótano, pero yo no me reconocía como autor de semejante crimen. ¡Debía haberla bebido ella sin darse cuenta! Tuvimos que caminar un kilómetro, sobre la nieve, a las once de la noche, abriendo paso con las botas, para llegar a la licorería y comprar otra botella de brandy.
Milagrosamente logramos caminar el kilómetro de regreso, introducir la llave en la cerradura, descender los quince escalones de las escaleras y preparar otros dos tragos; uno para cada uno. Delaira tomó de nuevo su micrófono de madera, oprimió el botón de “play” y la música volvió a sonar.
En ese sótano alfombrado, de paredes sin ventanas, con un par de pósteres que habíamos comprado como consuelo para tener vistas al mar y soñar que un día estaríamos efectivamente frente a una playa, (pero en ese momento rodeados por libreros cuyas repisas se pandeaban por lo pesado de los volúmenes que cargaban), a ratos sentados sobre el sillón grandísimo, color guinda y de cuadros, (el cual habíamos recogido de la basura), comiendo aceitunas y más tarde durmiendo en el cuarto de al lado: sobre un futón tamaño matrimonial que yo había comprado cinco años atrás; en esa pobreza de sesenta dólares semanales, sin nada qué hacer más que emborracharnos el fin de semana, luego de una semana de escribir una tesis doctoral que nadie conocería, que básicamente no sería publicada; tuvimos Delaira y yo, memorables recuerdos que jamás olvidaríamos en esta vida. Viviendo con esperanza: la cual, comprobaríamos: siempre es la última en morir.