El 5 de enero de 1909 apareció en los quioscos y puestos de periódicos de Monterrey, coronando las montañas de folletos y novedades, el primer número de la Revista Contemporánea, la publicación cultural más importante de su tiempo en la ciudad. El impresor (Jesús Cantú Leal) y los editores (con Ricardo Arenales, también conocido momo Porfirio Barba-Jacob, a la cabeza) habían tirado la casa por la ventana y buscaban conseguir, a través del pago a un selecto grupo de colaboradores (que incluía a figuras como Rubén Darío y Miguel de Unamuno), satisfacer las necesidades de un público lector que comenzaba a diversificarse y refinar sus gustos literarios. Artículo de rápido consumo en su tiempo, hoy es una joya rara en las hemerotecas del estado. Hace poco, tuve la fortuna de encontrar ese primer número, publicado en formato carta, y su lectura me transportó a otro momento de nuestra historia literaria.
Entre sus artículos, ensayos y poemas se incluía, al final, la sección “Suplemento”; ahí se relataba la crónica de las actividades culturales recientes. Destacaba la nota de una cena navideña ofrecida, días previos, por escritores en el salón “El Progreso”. Se reunieron para celebrar a la literatura y prodigar los mejores deseos para el inminente nacimiento de la publicación quincenal. Era una cofradía pequeña, pero solidaria y entusiasta. Y realmente había motivos para festejar y alzar las copas. 1908 había sido un buen año. Por cuestiones de espacios, menciono sólo dos acontecimientos. Se había publicado, en las prensas de la ciudad, la primera edición mexicana del ensayo Ariel, del uruguayo José Enrique Rodó. Los artífices de esa empresa fueron el joven Alfonso Reyes y su amigo, el dominicano Pedro Enríquez Ureña. Y Héctor González había dado a la imprenta sus Lecciones de literatura elemental, donde aconsejaba a los jóvenes escritores no “prodigar epítetos desatinadamente”: un consejo útil hasta el día de hoy. 1909 prometía más: ahora tendrían la posibilidad de ser colaborados (y recibir un estipendio a guisa de retribución) en una publicación de primer nivel.
Entre los comensales sobresalía la presencia del doctor Rafael Garza Cantú, veterano profesor de literatura en el Colegio Civil y autor de una célebre preceptiva literaria, que llevaba ya varias reimpresiones. El viejo maestro “presidía la fiesta conque echábamos las bases de algo que no ha llegado todavía, pero ha de llegar, seguramente, y que será honra y gloria de la gran ciudad fronteriza”. ¿Quiénes serían los demás contertulios de esa cena? Estarían presidiendo la mesa, sin duda, los encargados de la Revista Contemporánea: Virgilio Garza, el director y mecenas, Cantú Leal, el mejor impresor de su tiempo, y el ya citado Ricardo arenales, que había llegado desde Colombia en ese año de 1908 para modernizar el periodismo regiomontano. Pero, ¿asistiría el joven Alfonso Reyes? Es probable: por esas fechas se encontraba en Monterrey, pasando las vacaciones de fin de año, como testimonia su correspondencia con su amigo Henríquez Ureña, a la sazón en la ciudad de México. Entre sus cartas aparece con frecuencia el tema de la Revista y las posibles colaboraciones (Arenales era amigo de Reyes y pronto convirtió al joven escritor en un cómplice de la publicación). El juicio del severo crítico dominicano fue de la sospecha a la sorpresa: pensaba que la Contemporánea sería una más de las publicaciones provincianas, al ver su factura exclamó que se podría convertir “no en ‘centro’ pero sí en lugar concurrido” para la profesionalización de la actividad intelectual.
Muchos años después, Héctor González, al escribir una de las mejores historias de la cultura en Nuevo León, lamentó la corta vida de la Revista Contemporánea (de enero a julio de ese lejano año de 1909), pero afirmó que, a pesar de su brevedad, dejó “en la historia del periodismo regiomontano el recuerdo de uno de los esfuerzos más serios que se hayan intentado para vincular a su intelectualidad con el resto de América…” Más de cien años después cierro la última página de ese primer número y brindo por su memoria.