Una puerta al cielo y una ventana...
Olga de León G.
Una noche candente de verano, tuve un encuentro con un ángel caído del cielo. Salí de la farmacia con el dolor y la tristeza reflejados en mi rostro, pero esbocé una sonrisa natural y espontánea, al descubrir que una mujer de edad mayor me veía con afecto y empatía, detrás del cristal del copiloto del auto donde permanecía sentada, a la espera de quien manejaba el auto.
Buenas noches, la saludé. Ella bajó el cristal de su ventana y respondió a mi saludo, con otro, acompañado de una pregunta: ¿Por qué esa cara?, como de que le duele algo. Cruzamos algunas palabras, y como la de la voz habla casi como una cotorrita, y se ahorra el pago de un psicólogo compartiendo algunas (no todas) de sus cuitas y congojas cuando trae la lágrima colgando de las pestañas y la falta de aire en la garganta reseca, le conté de mi pena por los males de mi esposo...
Mire, le voy a revelar algo que no es chisme, ni broma, ni una "tomada de pelo" como dicen los jóvenes. Está probado su milagroso efecto –no de un día para otro, sino tras cuatro o más meses de tomarlo-. Y es muy fácil de preparar: un botecito de miel de medio litro, el del frasco con forma de osito, dos pencas de sábila sin espinas, solo sin las espinas, no le quite la cáscara, muy bien lavadas las corta en pedazos y las pone en el vaso de la licuadora. ¡Ah!, y le añade una copita de mezcal, agua ardiente o tequila blanco y lo guarda en el refrigerador, para darle cuatro cucharadas quince minutos antes de cada comida: el cáncer se le encapsulará y ya no se desarrollará.
Volví a sonreír y le dije: no puedo abstraerme del cansancio y los dolores... además de triste -dije en voz baja-, pero ella me escuchó.
Alégrese, usted puede caminar, yo no; a veces ni con el bastón –lo levanta un poco, para mostrármelo-. Y su tristeza se encapsulará también... ¡ya verá! Pues sí, tiene razón, yo camino, aunque me duelan: la lumbar, la espalda y la cadera, a veces más a veces menos, con medicamento casi siempre.
Sonreí de nuevo y añadí: "Pero, qué bonita señora, es usted". ¿Cuántos años tiene?, si se puede saber. ¡Tengo noventa!, lo dijo con un cierto énfasis de orgullo. La felicito, luce usted hermosa. Entonces, ella me pregunta, y cuántos años tiene usted. Tengo setenta y cinco, lo dije con cierta pena, pensando que, con tantos desvelos de diario, en ese momento parecería de unos cinco más. Sí, me respondió; por eso su rostro luce tan joven, sin las arrugas que tiene el mío. Son las señales que le dejaron recordatorios de los caminos andados, que seguro fueron hermosos y felizmente recorridos. Y, además, la belleza de su espíritu se transparenta por la vivacidad de sus ojos y la bondad de sus palabras. Y ella me regaló una sonrisa más.
Pero, no esté usted triste me dijo, haga como le digo y verá pronto muy buenos resultados en su esposo: No se contrapone con ningún medicamento. Me guardé muy bien de no sonreír, solo le di un beso en su mano... Y pensé: "Con el alcohol, imposible dárselo".
Mi auto estaba al lado de donde ella estaba sentada; seguramente esperando a alguien que estaba aún dentro de la Farmacia. Abrí mi puerta y la escuché decirme: ¿Ya se va? Había dejado mis compras, unos minutos antes en el asiento trasero del lado del piloto; pero mantenía mi bolsa aún conmigo y me pesaba. Así que la arrojé al asiento del copilota, pero antes saqué mi celular.
Me había preguntado si tenía nietos, solo una, le dije y es una bebita milagro de Dios, por la edad en que mi hija la tuvo. Le mostré una foto, donde están las dos... No ponía fin al gusto por ver a una bebita tan hermosa y una madre plena de felicidad. Sí, "su nietecita es un milagro divino".
En eso, llegó una mujer de cincuenta y algo, se subió al auto, del lado del piloto y con el celular en mano, un tanto acelerada, dijo (a la letra): "ya mamá, tengo que irme". Deme su teléfono, luego le hablará mi mamá...
¡Los ángeles nunca andan solos!
Problemas en la cama
Carlos A. Ponzio de León
Dánae y Octavio caminaron tomados de la mano, cruzaron el estacionamiento techado hasta la entrada norte en el segundo piso. El calor de cuarenta grados se transformó en una lluvia fresca, como de copos de nieve derretidos en el aire, justo cuando pisaron el interior del centro comercial. El aroma a té blanco y vainilla penetró em sus memorias, trayéndoles recuerdos de infancia: el agua de manguera en los veranos, el sabor de las sandías y melones y el zumbido de las abejas en sus panales pegados a los techos de las cocheras. La joven pareja de novios caminó rodeando el ala oeste, pasando por las tiendas de ropa: miraron, únicamente de reojo y descuidadamente: los aparadores iluminados por luces blancas: con jeans, trajes de baño para la playa y bolsas para dama. Pero no se detuvieron ni un instante. Iban por una sola cosa y no la encontrarían sino en la tienda de mascotas.
Cruzaron el área de comidas rápidas, de cines y la tienda de discos. Al final del pasillo encontraron Chongú-Landia: un área de cuatrocientos metros cuadrados con cajas transportadoras para perros y gatos; bolsas de croquetas de diez kilogramos; pelotas, carnazas y otros juguetes; jaulas para periquitos, canarios y cotorras; peceras y peces como el pez guppy, el tetra neón y el molly negro. Al fondo se situaba el área de Grooming para perros: un cuarto donde, a los canes, se les bañaba con champú natural, se les secaba con secadora eléctrica, recibían quince minutos de cepillado, además de la limpieza de oídos, corte de uñas, su fragancia y un corte de pelo personalizado.
Dánae y Octavio se acercaron a la tienda y sintieron una ventisca de aire frío al cruzar la entrada. Divisaron un vendedor en el primer pasillo: una joven en los veinte, como ellos, quien vestía overol verde fosforescente y cachucha naranja. Ella los encaminó unos pasos hasta quedar de frente al pasillo buscado. Les indicó el resto del camino haciendo movimientos con el brazo. La pareja se tomó nuevamente de la mano con un beso suave entre los labios y siguieron adelante, observando los letreros colgando del techo.
Dánae y Octavio se habían conocido once años antes, en la secundaria. Aunque fueron novios seis años después, en la carrera. Ella perdió la virginidad en bachillerato, con su primer novio. Cortaron, en parte, porque aquel no era bueno en las cosas de la escuela. Sus padres lo pusieron a trabajar en un taller mecánico. Entonces, aquel joven le pidió a Dánae que también dejara los estudios y se pusiera a trabajar, para rentar un departamento dónde vivir juntos. Él le hablaba de las vacantes de las que leía en los periódicos. Dánae siempre se negó, hasta que se cansó y lo dejó; soñaba con ser arquitecta.
Octavio siempre había estado enamorado de Dánae, pero él nunca había sido la primera opción para ella. Hasta que se reencontraron en la carrera. Fueron novios desde el tercer semestre. Octavio perdió la virginidad con ella. Ahora hacían planes para la boda.
Pero cada vez que Octavio se emborrachaba con sus amigos hasta tarde, le enviaba a Dánae mensajes de texto reclamándole: que hubiese perdido la virginidad con alguien más... y no con él.
El último evento había ocurrido tres días antes. Para disculparse, Octavio seguía el procedimiento de siempre. Los mensajes de texto pidiendo perdón durante todo el día, sin que ella los respondiera. La llamada larga por la noche. El trabajo de secar lágrimas al día siguiente y la promesa de que aquello, nunca más sucedería. Finalmente, venía la invitación a la comida en un restaurante y ahí, con el postre, había surgido la novedad: A Dánae se le había antojado tener como mascota: un gallo de pelea. Octavio pagó la cuenta y subió a Dánae en su auto para luego llevarla a la tienda de mascotas en el centro comercial.
Dánae y Octavio llegaron al área de aves. Preguntaron por el gallo. ¿Americano, Asil o Yuye? Pidieron explicación. El vendedor comenzó una larga y tendida charla sobre los orígenes, musculatura, bravura, altura y demás características de cada raza. "Pero si lo que quieren es que tenga pollos que desde jóvenes sean belicosos y realmente hostiles", concluyó el vendedor, "les recomiendo el Yuye". Octavio se animó. Dánae se quedó pensando. ¿Realmente necesitaba el mundo animales violentos?, ¿no tenía ella ya suficiente con los reclamos personales de Octavio?, ¿lo quería para pelear?, ¿y si un día, el gallo la atacaba con violentos picotazos?
Entonces, Dánae comprendió. Había pensado en el gallo para tener quién la defendiera de los reclamos de su pareja. Guardó silencio durante varios segundos, hasta que los segundos picotearon el corazón de Octavio. El vendedor se le quedó mirando. "Ya no quiero al gallo", dijo Dánae girando ciento ochenta grados para dirigirse, ella sola hasta la puerta.