El corazón, el tesoro
Carlos A. Ponzio de León
Don Santiago escuchó un ruido en el pasillo exterior de la casa, justo al lado de la biblioteca donde escribía, frente a su computadora, en un sillón con amplio respaldo cubierto de tela rojiza, (ardiente como la grana al romper la primavera). Tecleaba su único artículo de opinión política de la semana, el cual enviaría por fax a tres rotativos antes de que el reloj marcara las siete de la tarde. Le faltaban cien palabras y aún tenía sol entrando por la ventana... Se levantó sigiloso, tratando de elucidar el sonido que había escuchado: ¿una bola rápida que entra por la almohadilla? No. Las hojas secas regadas en el pasillo estaban siendo trituradas por pisadas lentas, cuidadosas y bien equilibradas.
Salió de su biblioteca, atravesó la sala, luego el comedor y llegó hasta la cocina. Escuchó un ruido de metal contra metal; no el de la bola que entra a la manopla. Vio que la manija de la puerta giraba lentamente, de un lado a otro, sin que el candado cediera. Fue al comedor y de encima del trinchador, tomó su viejo bat de madera. Regresó a la puerta de la cocina. Colocó el pie izquierdo hacia adelante, detrás el derecho, formando un ángulo de 45 grados, listo para batear. De un brazo se extendía la madera, mientras que la otra mano la colocó encima de la manija, con el pulgar sobre el botón de candado, listo para abrir. Tomó aire y juntando la fuerza que había acumulado en su vida de cuarenta años de beisbolista aficionado, con sus sesenta encima, giró la manija y giró hacia sí la puerta.
El ladrón dejó caer el pedazo de alambre, un gancho enderezado con el que manipulaba el cerrojo. Con estrépito y el corazón golpeándole los pulmones, echó afuera el aire que traía adentro y dio un paso atrás sin siquiera mirar a quién tenía de frente. Dio media vuelta y corrió hacia el pasadizo por el que había llegado, como si se arrepintiera de estar robando base.
El dueño de la casa vio que el tipo era un viejo tan viejo como él y sin pensarlo, empujó la tela de alambre para dar zancadas largas y correr tras el pillo, quien giraba para regresar al corredor.
El ladrón intentó subir a la barda de la casa contigua para escapar por otra parte del vecindario. Falló en el primer intento, pero al segundo colocó una rodilla sobre la barda. Con las piernas temblándole, logró ponerse de pie y sobre el hilo de cemento, de veinte centímetros de ancho, iba dando pasitos, equilibrando el cuerpo con los brazos para evitar una caída de dos metros de altura hacia el otro lado.
Don Santiago logró alcanzar al ladrón. Iba caminando debajo de él, junto a la barda, a tres metros de distancia de la otra puerta que dejaría finalmente libre al pillo. Fue midiéndole el paso, mientras sostenía el bate de madera en la mano derecha. ¿Le preguntaba qué quería robar, si no tenía nada más que una colección de viejos billetes falsos, que por cien pesos podían adquirirse en el centro de la ciudad? ¿O quería llevarse su computadora, su medio de sustento? No era que el aparato le importara en sí, (aunque sin él, no podía escribir). Su tesoro estaba en sus ideas y esas estaban plasmadas en los periódicos. Paso a pasito, iba don Santiago caminando a lado, tratando de apaciguar su propia respiración, mientras escuchaba cada vez más agitado al pilluelo.
¿Cuántas veces se habían metido a robar a casa de don Santiago? La última vez había sido quince años antes, cuando aún poseía cosas de valor, como aquella videocasetera de los años ochenta y unas botellas de vino que le regaló un amigo, luego de un viaje a Francia. ¡Pero ni aquello iba a valerle la pena al ratero! ¿O acaso quería llevarse su colección de periódicos que ya se le estaban deshaciendo de amarillos? ¡Esos podían consultarse en las hemerotecas de la ciudad!, pensó don Santiago.
Así es que el viejo lo hizo y le preguntó: "¿¡Qué viniste a robar!?". "¡Chinga tu madre!", respondió el pilluelo, haciendo puños con sus manos. ¿Le metía don Santiago un batazo al grosero? "Te voy a preguntar una vez más: ¿qué viniste a robar?" El malabarista soltó patada que el viejo alcanzó a esquivar. Entonces don Santiago pensó en meterle el bat entre las piernas. De dos metros sería la caída sobre la cabeza. Ni alcanzaría a meter las manos.
Pero don Santiago lo dejó escapar; solo le gritó: "¡mi tesoro está en mis ideas!" (Mateo 6:19-21; Lucas 12: 32-34).
"La Guardia muere, pero no se rinde"
Olga de León G.
Hay días ligeros y hasta agradables, aunque el espectro de la muerte cubre por completo el cielo externo de nuestra casa y, en las noches, se mete a nuestra cama, pero no se atreve a tocarnos; como que sabe que no es su momento ni su espacio por ahora.
No sé qué tienen ciertas frases que me inspiran y me invitan a tocarlas, desarrollarlas o contradecirlas; sin embargo, algunas caen como anillo al dedo, o así lo sentimos.
Este viernes no fue un día ni ligero ni agradable; fue un día muy pesado para tres miembros de mi familia en Monterrey. Por distintas razones para los dos caballeros en casa: a las que a mí me agobiaron, quizá parecidas algunas, la principal, la referente a que, tras cinco horas de estar en el Centro de Oftalmología del renovado, moderno y funcional Hospital Universitario, no me llamaban para ser atendida por algún médico que revisara la presión de mis ojos y reportara si hubo algún cambio con la aplicación de las nuevas gotas. La cita anterior había sido dos meses atrás.
¡Cinco horas!, sentada junto a diferentes pacientes, que se mantenían sin hacer el mínimo comentario ni expresión alguna; sino hasta que yo empecé hablándoles. Por supuesto que ellos cambiaban, no eran los mismos, ellos se levantaban e iban al consultorio y luego de treinta o cuarenta minutos, salían y se dirigían a la caja a pagar y, finalmente a sus casas.
No puedo decir que después de ese día aprendí algo que no sabía, pero sí reaprendí que en cada ser humano se encierra un mundo quizás desconocido para mí y muchos más, lo cual a veces se nos olvida, por estar demasiado tiempo ensimismados con nuestras desgracias.
Un joven sin un ojo, el izquierdo; una niña que no perdió el ojo, pero si el gusto de jugar con lo peligroso, y qué bueno, le deseo que nunca lo olvide.
Existen personas en este mundo que disfrutan el decir a los demás lo que deben o no hacer en determinadas circunstancias, defendiendo su intervención con que solo quieren enseñar con su ejemplo, con lo que ellos vivieron ya, para que no les suceda a los otros... Pero aprender y enseñar no es algo simple ni automático, ni podemos aplicar una y la misma técnica o "razón" para todos.
Qué difícil resulta ser tolerante y paciente ante cualquier circunstancia adversa, ante una espera de tiempo que no entendemos, ¿por qué nos la imponen?: ¡seis horas!, para finalmente ser pasada al cubículo del Oftalmólogo que solo verá cómo siguió la presión de los ojos, tras dos meses de aplicarnos unas nuevas gotas...
Y al preguntarle sobre la medición del avance o detención de la ceguera, argumentando que me parece muy bien que la presión hubiese bajado, pero: por qué siento que cada día veo menos y más borroso, el médico dijo: ¡Ah!, para eso necesitamos otros estudios, le daré una cita lo más próximo posible... Pase a agendar el día de los estudios... Y yo, nada dije, solo obedecí y temblé internamente: ¿Cuántas horas habré de esperar el día de la cita, para saber los resultados? Mas, traté de calmarme, pensando: yo soy la paciente, no la dueña de mi tiempo. Esto es la vida real y, ante esto, solo tengo que pensar: Cuántas horas le habré de robar a mi hijo, para que se quede cuidando de su padre...aunque nos tratemos acoplar en horarios, siempre me salen mal las cuentas, porque: "no soy la dueña de mi tiempo".
Y el hombre que estuvo sentado al lado, regalándome su filosofía de vida... con mucha seguridad en que la vida es simple y nosotros solo debemos agradecer por amanecer con vida cada día, porque estamos aquí y no muertos... ¡Dios!, y si yo ya no quisiera amanecer... Por qué tendría qué agradecerlo. Todo puede suceder y todos podemos diferir y pensar distinto. Si nos equivocamos, basta con reconocer que, ¡somos humanos!
Sentencia en la que coincidimos el hombre sentado al lado mío, quien dijo no haber estudiado (formalmente), porque él prefirió dedicarse a trabajar en el campo. No soy especialista ni detectora de verdades o mentiras, pero él, ese señor, de agricultor o campesino, no tenía "finta". A lo mejor era vitivinícola o dueño de ranchos, pero ya no los trabajaba ni administraba.
Ochenta y cuatro años. Su postura, su ropa y sus zapatos tenis dan una idea, próxima o no, de su cómoda condición económica y social; aunado todo ello a quien discretamente lo acompañaba (¿Cómo empleado o cuidador?), un hombre, sí, con finta de hombre del campo.
"La Guardia muere, pero no se rinde", me pidió un amigo de mi esposo que le dijera a él. En otro cuento desarrollaré esta interesante frase de uno de los hombres más importantes de Napoleón ante la Batalla de Waterloo.