Cuando uno de nuestros brazos se debilita,
siempre podremos contar con el otro.
Si el alma sufre por el dolor de un hijo o hija,
no hay remedio que alivie ese dolor
(O. de León).
Situación Monoparental
Carlos A. Ponzio de León
Era una época en la que yo aún mantenía en la mente un pensamiento fijo: la idea de ser madre soltera. No había encontrado lo que suele llamarse: la pareja ideal. Había perdido toda mi fe en que algún día llegaría a casarme. Mi necesidad de mantener algún tipo de contacto físico con alguien más, estaba desapareciendo, y mis posibilidades de llegar a ser madre, también.
Entonces vino la idea de la adopción, y así fue como llegó Hugo. No es que yo fuera infértil, solo que se me dificultaba elegir un padre para mi descendencia. Los trámites de la adopción, sin embargo, fueron un suplicio. Se extendieron a lo largo del camino que forman varios pergaminos de hojas y requisitos y pruebas que nunca acaban. Hasta que finalmente, luego de tres años, recibí el sí por parte de la institución. Para entonces, Hugo ya había cumplido los siete años.
El día que salimos con sus cosas del orfelinato, rumbo a su nueva casa, tuvimos una charla que no fue más que un monólogo mío; ese día, pocas palabras salieron de él. Entramos a la que sería su nueva recámara, soltó las cosas con las que cargaba y se quedó parado en medio del cuarto, no quiso sentarse ni recostarse, ni jugar con ninguno de los juguetes que le tenía preparados. La sola idea de dormir solo, sin la compañía de otros niños, como lo hacía en el orfelinato, tampoco le agradaba.
La vida puede ser cruel cuando intentamos hacer el bien. El trato de Hugo hacia mí no mejoró en lo absoluto, sino que fue empeorando: En el desayuno, en el camino al nuevo colegio, a la hora de la comida, incluso al momento de ir a la cama, Hugo fue un niño agresivo que cada vez se volvía más violento: Gritaba majaderías, tiraba el plato de la comida al piso y me lanzaba puñetazos y patadas cuando enojaba. El día que me lanzó el cuchillo comprendí que nuestra relación se encontraba en una crisis severa.
Busqué ayuda psicológica para él y parta mí, y luego de varias semanas, las cosas no mejoraron y acepté que no había otra solución más que volver a hablar con el orfelinato. Luego de un par de reuniones, entendieron y aceptaron que devolvería al niño.
Ocurrió un sábado. Vestí a Hugo con el mismo traje vaquerizo con el que llegó a mi casa. Le pregunté si quería llevar algunos de los juguetes que había comprado para él. Tomó la pistola y el monopatín. El viaje en auto no fue en silencio. Le dije que comprendía que él sería más feliz en su antiguo hogar. Que yo seguiría ahí, lista para platicar, si un día, ya que fuera más grande, él quisiera saber algo.
Al llegar al orfelinato, en la puerta lo esperaba una de las religiosas. Hugo bajó del auto y aunque por un breve momento detuvo su camino, ya no miró hacia atrás. Entró al lugar caminando deprisa, casi corriendo, y yo entregué las maletas. Subí al auto con un mareo que no sé si describir como el que proviene de recibir una buena o una mala noticia. Entonces conduje de regreso llorando todo el camino, con la idea de que pasaría sola el resto de mi vida, de que yo sería mi propio hogar, sin poder, nunca, llegar a sentirme madre.
Mujer de papel o Amor del bueno
Olga de León
Era una mujer muy alegre y entusiasta, que tenía por costumbre usar siempre un vestido hecho de papel; hábito que le valió el sobrenombre de mujer de papel. Todos en la región y sus alrededores, la conocían y llamaban así, “la mujer de papel”.
Era delgadita, muy delgada, y aunque su vestido tuviese mil hojas de papel, no la hacía verse gruesa, ni siquiera un poco. Quizás eso era así, porque el papel era muy fino, como el papel de china, pero al mismo tiempo eran hojas de una gran firmeza y resistentes.
Solo salía de su casa cuando el día estaba soleado y no había pronóstico de lluvia, pues no deseaba correr el riesgo de quedarse sin ropa en medio de la calle y la gente. Y, para los habitantes de su pueblo y los visitantes de los alrededores o lugares más distantes, era motivo de admiración verla caminar por las aceras, cruzar las calles, entrar en las tiendas y comercios, con sus lentes contra el sol y su bolso y un paraguas… por si empezara a llover sin previo aviso.
Un día, salió como siempre: alegre, sonriente y con su vestido de papel. Pero ese día olvidó su paraguas y tampoco llevaba impermeable. Al principio nada extraordinario sucedió; hizo su recorrido habitual y fue a donde tenía que ir.
Hasta que descubrió por esas calles empedradas, a un hombre de ojos muy vivarachos y cabellos entre rizados y alborotados que corría descalzo, llevaba halando de un delgado cordón un papalote con su imagen pintada en carboncillo. Sí era un retrato hermoso de la mujer de papel. Él no la vio en ese momento, no se dio cuenta de que estaba allí, y que andaba por la misma calle; pero ella lo vio y se enamoró de aquel hombre-personaje a quien todos amaban, aunque a algunos les pareciera loco.
Los más le gritaban: “- Maestro, maestro… estamos con usted”; otros vitoreaban, “Toledo, Toledo, que viva Juchitán”. La mujer se quedó inmóvil por unos segundos… Entretanto, unos niños traviesos, como son todos los niños vivos del mundo, se acercaron a la mujer paralizada de emoción y amor, sin que ella sospechara lo que iban a hacer: cada uno de esos cuatro le arrancó una hoja de papel a su extraordinario vestido y corrieron raudos y veloces, en la misma dirección que iba el viento.
Ella no salía de su asombro, cuando otro chiquillo se detuvo y, viéndola desde su estatura hacia el rostro de la mujer, le dijo: -No vaya a llorar señora; porque si llora mucho, desaparecerá completamente su vestido…y usted se ve hermosa con él.
La mujer de papel sonrió entre compasiva y agradecida… así que arrancó a su falda dos hojas más y se las dio al niño, al tiempo que le decía: -Ve con el Maestro Toledo y dile que te enseñe a pintar, si nada te contesta, es que ya eres su alumno; si te acaricia los cabellos, es que serás de sus favoritos; si te pregunta tu nombre, será porque te quiere pintar un retrato muy a su estilo, entre surrealista y romántico… Pero ve… No pierdas más tiempo, que la vida son solo unos cuantos parpadeos… Y si tienes suerte y resultas bueno, pintarás toda tu vida entre esos parpadeos más de un ciento de cuadros bellos.
Apenas termina su discurso la Mujer de papel, y el niño voló cual papalote que lleva el viento rumbo a la casa-taller del maestro oaxaqueño. Entonces, la mujer no pudo contener más el llanto y sus lágrimas rodaron como lluvia torrencial que pretendiera limpiar pecados o culpas de muchos años atrás… O tal vez, solo tal vez, lloró tanto de alegría y regocijo, por el anuncio de algo nuevo, como de tristeza y decepción, ante el tiempo perdido, sus propios parpadeos idos y haber escrito tan poco en sus propias hojas y no haber pintado el mundo con el que soñó desde niña.
Acababa de romper las cadenas que la unían a un estatus de vida: medianamente cómoda y un poco original, pero demasiado acartonado y sometido a los caprichos de otros, no a su deseo y voluntad de ser libre y amarse tanto a ella misma, como amaba a todos y cualquiera en el mundo.
…Entonces, toda ella se volvió cascada. La llaman Cascada de la desnudez del alma o Cascada de la libertad recuperada. Años después construyeron una hermosa estructura que semeja una fuente en derredor de la cascada, para que pareciera que el agua salía de allí de la fuente y no que brotaba por la propia fuerza del amor.
Cuentan los oaxaqueños, y especialmente los habitantes de Juchitán, que desde entonces ven la cascada y no pueden dejar de recordar a la mujer de papel que murió enamorada del pintor de los ojos pizpiretas, entre distraídos, amorosos, tristes y libertarios del Maestro Toledo.
Cuando las cadenas son invisibles a los ojos humanos, es cuando son aun más tormentosas e insoportables para quien está sujeta a ellas, pues a veces, solo a veces, el amor también esclaviza. En tales casos, no es amor, es espejismo de amor y grilletes de auto flagelo. La mujer dio su vida, para darle agua y vida a los lugareños: eso sí es: “Amor del Bueno”.