Tragedia en el café
Carlos A. Ponzio de León
Mario movía la cabeza de un lado al otro, sonriente, de manera afeminada. De pronto cerraba los ojos, se llevaba el dedo meñique a la comisura de los labios, tomaba con una mano su bebida y llevaba el popote a la boca para dar un sorbo. Jugaba con el popote adentro de la boca, recargaba un brazo en la silla que tenía a un lado, dejaba caer la muñeca, movía los ojos para mirar arriba e indicaba con el dedo índice en señal de "no". Cruzaba las piernas, se las acariciaba con las uñas largas, mordía el vaso de plástico, resbalaba un pie sobre el piso y todo ello mientras su interlocutor trataba de convencerlo de que fueran a comer a Coyoacán.
Más al fondo estaba sentado Joaquín, con audífonos conectados a su laptop, sonriendo con la boca cerrada mientras miraba un vídeo en YouTube, de pronto se acercaba a la pantalla, miraba de una esquina a la otra intentando encontrar el buscador para luego localizar el panel de configuración y desde ahí ajustar el brillo de la pantalla. De pronto se quitó los audífonos y tomó el celular para marcar a su casa. Del otro lado de la línea telefónica respondió su esposa. Joaquín le dijo que estaba a punto del salir del café para ir a casa, por si se le ofrecía algo del súper, podía detenerse en el camino.
Al café entró un conductor de motocicleta con el casco puesto, se dirigió al área de entregas y recogió una bolsa de papel que contenía un café y una dona que debía entregar a tres cuadras de distancia. Cuando salió pasó por una mesa donde estaba sentada una familia. Los padres y un hijo de veinticinco años. El padre, un hombre obeso, no paraba de mirar al celular. El hijo chateaba en el propio y de pronto le enseñó algo que vio en la pantalla a su madre. Ella, muy delgada y de cabello corto, luego de mirar se levantó con su bastón para ir al baño. El padre dirigió unas palabras a su hijo, sosteniendo su bebida encima de la enorme barriga. De pronto metía y sacaba el popote en el yogurt de su bebida.
En otra mesa, una chica de cabello guindo movía la cabeza al ritmo de la canción de los Beatles que escuchaba en los audífonos. Las piernas le colgaban en el banco en el que estaba sentada y las movía continuamente hacia adelante y hacia atrás, con los pies entrecruzados. De pronto se llevó la mano izquierda a la boca y luego se acomodó el cabello detrás de una oreja, se rascó en la frente, tomó su celular para revisar el mensaje que había recibido y sobre el cual, con un pequeño sonido el teléfono le notificó. Por detrás de ella pasó un hombre en los cuarenta, delgado, con una camisa del Real Madrid y sosteniendo dos bebidas, una de color verde y la otra de color amarillo. Salió del lugar.
Joaquín volvió su mirada al video que veía en YouTube, alzó los brazos y se estiró al tiempo que bostezaba y emitía un sonido propio de una jungla. Luego se quitó los audífonos, los guardó en su mochila, desenchufó la computadora de la corriente, guardó el cable, cerró el navegador y apagó su computadora. Se talló los ojos, guardó la laptop, se levantó, se colocó la mochila en la espalda y tomó una bolsa azul en la que llevaba una pintura que acaba de recoger en una tienda de enmarcados. Antes de salir se dirigió al bañó y golpeó con su mochila la espalda de Mario.
Mario soltó un alarido afeminado que sorprendió a todos los presentes. Luego le gritó "¡tarado!" a Joaquín. "¡Discúlpame, fue sin querer!", le respondió el otro. El interlocutor de Mario se levantó de su asiento y le propinó un manotazo en el pecho a Joaquín, quien le respondió con una patada en la pierna. La chica de cabello guindo se levantó de su banco y se dirigió rápidamente a la puerta, por donde ahora entraba un repartidor en camisa deportiva amarilla y con el número nueve en la espalda. La chica empujó al joven para salir de prisa. El repartidor fue a dar a la mesa de la familia, cayendo encima de la madre y su bastón. El hijo se levantó de su lugar y de un jalón levantó al repartidor para luego empujarlo, quien esta vez fue a dar encima de Mario, el cual cayó de espaldas con todo y silla y se golpeó la cabeza tan fuerte que ahí murió.
¡El sol también sale mañana!
Olga de León G.
La hormiguita se fue a hacer las compras del mandado y canturreando iba por la acera, sin mirar si alguien caminaba a su lado o la pasaban de prisa y de milagro no la aplastaba alguno, uno de esos que no saben mirar para abajo,
porque solo ven hacia arriba y adelante llevando el anzuelo listo para atrapar al éxito: oropel al que aspiran tantos; no la hormiguita ni su gran amigo, el elefantito. Ellos tienen su mirada puesta en las estrellas y los sueños casi imposibles de realizar: ¿serán más ambiciosos?
Así iba cuando en una vueltecita, casi topa con una enorme pata entre gris y azulada, miró hacia arriba... y el rostro se le iluminó, era su gran amigo, el elefantito. Él, al reconocerla, inclinó su trompa y la invitó a subir hasta la oreja en la que siempre la llevaba, donde quiera que su amiga quisiera. La hormiguita accedió de inmediato, feliz y sonriente.
- ¿A dónde vas amiguita querida? Al mercado, elefantito; pero eso puede esperar, nada me urge comprar y mi familia tiene de todo para comer. Más me gustaría tomar un té contigo y que platiquemos de las cosas importantes de la vida; de esas que nos acongojan y a las que quizás les podremos encontrar una solución entre los dos:
- Me gusta tu lógica y las ideas que me aportas, siempre son tan atinadas, amigo mío.
- Gracias hormiguita. Por ahora, yo no tengo alguna dificultad o preocupación que requiera nuestra atención. Pero, a ti, ¿qué te aqueja, hormiguita?
- Pues, mira, estoy en medio de un gran dilema familiar: dos de mis hijitos están muy enojados entre sí. Y aunque a mí me parece que todo es cuestión de malos entendimientos y falta de sensibilidad de uno hacia la otra, y tal vez, solo tal vez, también un poco de ella hacia el hermano.
- Sufro lo indecible por verlos en esa mala relación... yo siento que cada día me acerco más hacia el final de mi destino, y eso no es lo que me preocupa, sino el irme al mundo de las almas de las hormigas desaparecidas, llevando conmigo esta congoja de madre. Quisiera pasar mis últimos meses o años (si así nuestro dios lo estima) viviendo tranquila de verlos quererse y tratarse con mucha consideración y mucho amor fraternal; en especial que el varoncito que es el mayor, asuma su rol de hermano protector y cariñoso, y que ella responda con dulzura y consideración.
- Qué puedo hacer, para que vivan aunque solo sea por temporadas, en la misma casita... y que cuando mi hija venga con sus dos pequeños y el papá de estos, puedan llegar a la que un día fue su casa y que ahora, provisionalmente o por siempre, ocupa el hijo quien ha regresado a su comunidad de origen para cuidar de su padre muy enfermo y de mí, que ya ando también algo más que solo mal y bastante débil.
- ¡Perdón!, por el atrevimiento, mi amigo muy querido. No sé si tienes alguna solución para este dilema emocional y real, tan real como los celos o la envidia de qué se yo; o, no sé de qué carácter sea el problema, elefantito...
- Lo más probable es que quien esté muy enojado, lo está consigo mismo, pero no entiende que es así... y, entonces, se enoja con todos y reclama a los otros lo que él no ha tenido... ¡Ay!, hormiguita no me hagas mucho caso, ya me enredé hasta yo mismo... Y, ¡solo!
- Sí elefantito, no te preocupes. Al contrario, ¡perdón por involucrarte!
- No hay problema, para eso somos los amigos, hormiguita. Quizás tienes razón, ya que con tu solo ejemplo, sentaste la pauta de su carácter fuerte e independiente. Pues eres tú, y no tu compañero de vida, quien todo lo resuelve.
- Mira, elefantito, ya se me va aclarando este asunto: la solución no la podremos dar ni tú ni yo. Ellos, mis hijos, tendrán que encontrar una buena y amorosa salida al dilema y ser solidarios y apoyarse; aunque creo que en efecto, como bien dices, hice demasiado fuerte e independiente a mi hijita, y no le enseñé al varón que él debe ser protector y apoyo real para su hermana en las necesidades que ella tuviera que enfrentar en su vida.
- Si te conocen, como yo te conozco, mi querida amiga, ambos reaccionarán, y: por amor hacia ti, emularán tu sensibilidad y humanidad con la que tú los has apoyado y aún, a tu edad y la de ellos, sigues dándoles sin reclamo de factura y sin más medida que tu amor y sensatez. Ten un poco de paciencia, todo se resolverá.
-Elefantito, Dios no pudo poner en mi camino, mejor amigo que tú: ¡Mi casi hermano!