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Opinión Columna


El otro, el semejante


Publicación:04-12-2019
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La propuesta, para poder reformular el lazo social, sería soportar con creatividad lo incompleto y la incertidumbre

“La época de la globalización [...] exige de cada uno el ejercicio de su propio límite, que hoy en día viene menos de la “naturaleza” que de nuestra elección responsable. Es aquello que quiero lo que me restringe y no lo que el otro -el tiempo, por ejemplo- me impide conseguir”. 
Jorge Forbes

En El Malestar en la cultura (1930) Sigmund Freud habla de tres fuentes de sufrimiento: la naturaleza, el propio cuerpo y el otro, el semejante. Esto plantea, entre otras cosas, que la relación con el otro se construye y desarrolla siempre en un descompás básico: el otro no conoce -ni yo mismo del otro- lo que “yo” creo ser, lo que deseo, el (y)otro es un enigma permanente.

Si lo que el otro (padre, madre, pareja, hijos, hermanos, amigos, desconocidos…) siempre está en descompás, en discordancia, en una no coincidencia (en conflicto) con lo que “yo” soy, pienso, deseo, ello plantea una frustración estructural elemental, precisamente por nuestra condición humana, ante la cual se puede responder de diversas formas: quejándose permanente del por qué el otro no me dio lo que quería, por qué no puede nombrar mi deseo, darme lo que quiero, hacerme feliz, conocer y entender mi ser -algo por demás imposible; con tristeza, llevándole a exclamar “Nadie sabe lo que quiero, a nadie le importo”, “Si en verdad me amaras, sabrías lo que quiero”, así como una tercera posición, que no busca necesariamente que el otro sepa-conozca-lo que-se-quiere, ni tampoco responde con enojo, reclamo e indignación, ni con profunda tristeza ante lo que el otro no da, sino con una participación activa y creativa ante eso de la vida, del otro, que no otorgó, e inventa. Pues no considera lo que el otro no da como una falla o error, sino como una posibilidad para crear a partir, precisamente, de lo que le otro no me dio, es decir, para desear y amplificar.

En un contexto plagado por lo políticamente correcto, que si considera que el otro puede estar en posición de dar lo que se le pide, siempre y cuando se lo haga asertivamente y con un diálogo preciso, usando las palabras correctas, (la idea de un lenguaje perfecto que nombre el deseo perfecto, cuando en verdad el genio de la lampara siempre medio-oye) junto a la idea paradójica que plantea que solo se podría estar más seguros si estamos más vigilados, en paz, si renunciamos a garantías individuales de privacidad, amurallados en nuestra prisión-fortaleza, el lazo con el otro, el semejante, ha tomado el extremo del miedo, el odio y la indignación, con un tinte de maldad, son ellos -sobre todo, los inmigrantes, los pobres, las mujeres- los otros, los impuros, los malos, los que no son yo, que por otro lado, se piensa que justificaría hacer y deshacer, pues ¿Acaso alguien pensaría que estaría mal “librar” al mundo de los malos?

El odio al semejante, al otro, al extraño, al diferente, al inmigrante, al extranjero, porta siempre un extrañamiento de lo más insoportable de sí mismo, colocarlo en el otro -una forma irresponsable y cómoda- de intentar deshacerse de eso extraño e insoportable de sí mismos, mediante la operación: poner en el otro eso insoportable de sí, atacarlo. De ahí que se pueda apreciar en diferentes relaciones, como alguien puede siempre requerir ese otro, compañero-depositario, especie de urna de quejas humanas, buzón de quejas ambulante, al cual depositarle la responsabilidad de aquello que no se reconoce y asume personalmente, para culparle de las propias desgracias, “Si no fuera por… yo…”

El pensamiento y posturas fundamentalistas (políticas, económicas, ecológicas) que aspiran a la completitud y pureza, que ven el mundo como un campo donde se debe dividir a buenos y malos, puros e impuros, inteligentes e idiotas, mecanismo de “limpieza”, una forma totalitaria de relacionarse con el otro, de deshacerse de eso insoportable de sí mismo, tratando de evitar “la contaminación” de lo diferente, van en aumento, pues se cree otorga una sensación de sin falta, sin pérdida, de totalidad, ya que éstas estarían del lado del otro. De ahí que la queja sea un “deporte nacional” como forma de distraer la atención de los propios asuntos, pasándole “la bolita” a los demás.

Por otro lado, el contexto actual -vía la reducción de la vida a la mercantilización y el consumo- también considera al otro como “bueno”, solo si es un cliente o al menos uno potencial. Operacionalizando al cliente como consumidor. Con la salvedad de que puede dar una “mala” calificación al producto o servicio, pasando ahora a considerarse “buenos” y “malos” clientes, volviendo a empezar el ciclo.

La propuesta, para poder reformular el lazo social, sería soportar con creatividad lo incompleto y la incertidumbre, nuestro extraño, sin depositarlo en el otro, sin culparle de nuestras desgracias, para desde ahí atacarle, pretendiendo con ello hacerlo desaparecer. Reconocer ese descompás, esa frustración estructural básica (con el otro -pareja, trabajo, familia, amigos…- quienes nunca darán lo que deseo) requiere invención y participación activa, sin considerarla un error, una queja, falla o sufrimiento, sino en motor de diferencia, es decir, en fuente de creatividad responsable, en inventar lo que no existe. 

camilormz@gmail.com



« Redacción »
Camilo Ramírez Garza


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