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Opinión Editorial


Violencia, desazón y esperanza


Publicación:18-10-2019
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Lo que para el ciudadano común empezó como una sorpresa, al conocer detalles del inframundo delincuencial, muy pronto se convirtió en terror

La ineficacia del gobierno para atajar la ola criminal en el país empieza a causar desazón en la sociedad. La preocupación tiene que ver con los tiempos establecidos por el gobierno para vencerla y no con la propia ola delincuencial que nos aqueja. Ésta ya es parte de la cotidianeidad social y fuimos familiarizándola a partir de diciembre de 2006, cuando el entonces presidente Felipe Calderón inició lo que se denominó como la guerra contra el narco, con la que, al menos en teoría pura, el ejercicio de gobierno pasó de la permisividad, de la omisión, del dejar pasar, del dejar ser y del dejar hacer que predominaron durante décadas –con las calculadas “quemas” periódicas de enervantes decomisado para salir en la foto-, al combate frontal contra la mayoría de los hasta entonces contados grupos controladores, mediante el uso generalizado de la fuerza militar, fuerza hasta entonces acuartelada y con escasas incursiones en la vida civil de nuestro país.

Este macro operativo militar y su propaganda oficial en los medios tradicionales, apoyada por las entonces incipientes redes sociales, sacaron de la penumbra toda la serie de actividades delictivas, muchas de ellas hasta entonces soterradas para la opinión pública y sólo conocidas, antes, esporádicamente cuando por presiones extranjeras o por maniobras políticas se hacía necesaria la captura de peces gordos para efectos mediáticos con fines de legitimación del poder ante el pueblo.

Lo que para el ciudadano común empezó como una sorpresa, al conocer detalles del inframundo delincuencial, muy pronto se convirtió en terror cuando la violencia llegó a sus calles, a sus comunidades, a las puertas de su hogar. Lo que antes fue una relativa tranquilidad trocó en una zozobra permanente por la pérdida seguridad propia y la de los suyos.

Esta situación tuvo su consecuencia: Lo que antes era un accionar sectorizado –así permitido- de los grupos delincuenciales tornó en un abrupto reacomodo al interior de las organizaciones que derivó en una atomización para convertirse en células dispersas en ciertas zonas del país, sin control ni visión logística alguna, que se volvieron cada días más violentas, tanto al interior de los antiguos grupos a los que pertenecían como hacia la sociedad, con una gama amplia de delitos más allá del simple trasiego de drogas de antaño.

La guerra resultó transexenal, no concluyó con la gestión del segundo presidente de derecha en la historia. Fue un legado para Enrique Peña Nieto, presidente cuyos corifeos en el jolgorio postelectoral de 2012 vaticinaban, en las mesas cafés, con fanfarronería: “Ahora sí llegó uno que le sabe a la seguridad”. Pero no, por desgracia no fue así. La criminalidad no encontró freno alguno. Siguieron los asesinatos, secuestros, ejecuciones, cobros de piso, cooptación penitenciaria, infiltración en las policías y muchas atrocidades concomitantes más. Si bien, no siempre ha existido concordancia entre tiempo y espacio, pues de pronto la violencia se acrecienta, o bien disminuye, en determinadas zonas territoriales, no acaba de ser desterrada de nuestro diario vivir.

Nuevo León no es ajeno a este vaivén de inseguridad. Después de aciagos años en los que, inclusive, prevaleció de facto un toque de queda, se encontró la solución mediante una acción colaborativa entre gobierno y empresarios, con la creación de Fuerza Civil, corporación que logró una confianza ciudadana similar a la milicia y fue tomada como ejemplo nacional, pero que con el transcurso de los años fue dilapidada, ensombrecida por la negligencia operativa y las sospechas de corrupción y abusos, algunos casos comprobados y juzgados.

Con la transición política de diciembre pasado, por disposición presidencial, la guerra frontal contra la delincuencia organizada concluyó, al menos en los términos en que estuvo planteada desde su origen, pero no así la violencia que a lo largo y ancho del territorio sigue “vivita y coleando”. Si bien la Secretaría de Seguridad federal argumenta que ésta, tras 10 meses, llegó ya a un punto de inflexión, es decir de decrecimiento y no crecimiento, no viene a significar mayor cosa en la conciencia colectiva, sobre todo cuando casi en forma simultánea varias decenas de policías eran masacrados en el ardiente estado de Michoacán.

La política de paz absoluta, que decreta atacar las causas sociales para que los delincuentes se porten bien, debe ser aparejada con otras acciones que atiendan la percepción revelada por la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de Seguridad Pública –efectuada en 2018-, en la que los ciudadanos consideran que hay corrupción en las policías municipales, estatales y federales, así como en los órganos de procuración e impartición de justicia. Y los números no son como para minimizarse: salvo el Ejército y la Marina, las demás autoridades tienen la sospecha de corrupción hasta entre 7 de cada 10 ciudadanos. Mención aparte merecen los “nobles” agentes de tránsito, cuyas sombras corruptivas llegan al 80 por ciento y que, es entendible ¡caray!, pues son recaudadores natos en el fondeo de las “cajas chicas”  que usufructúan alcaldes, en nuestro caso, y funcionarios estatales en otros lares.

La esperanza está puesta en la Guardia Nacional. Al menos así lo podemos inferir por los votos que las fuerzas políticas emitieron en la Cámara de Diputados en la conclusión del ciclo legislativo de su creación –leyes secundarias-, con la aprobación del 99.7 por ciento de los representantes populares.

A todos nos interesa que México recupere la paz y tranquilidad. Pocos, quizá, dan crédito a las estridencias “chachalaquescas” ex presidencialistas, pero el tiempo apremia, el bono de paciencia se desgasta y la esperanza se debilita.

 



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