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Umbría, el corazón secreto de Italia


Publicación:19-01-2020
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Más que renacentista, Umbría es medieval, y más pensativa que risueña

Hace por lo menos mil años que el proverbial sol de la Toscana hace sombra a la contigua Umbría, la región más agreste y quizá la más secreta de Italia, su corazón verde: por algo es la única del país sin salida al mar ni frontera internacional. Aunque el nombre parezca disuasorio, no se llama así por ser triste o sombría, sino por frondosa y asilvestrada, con grandes bosques solitarios y un aire rural y a ratos casi ensimismado. Más que renacentista, Umbría es medieval, y más pensativa que risueña: el paisaje memorioso parece recordar como si fuese ayer mismo los siglos durante los que Perugia, Asís u Orvieto marcaron el paso de la política, la religión y el arte italianos, y se miraron de tú a tú con ciudades como Florencia, Siena o Pisa.

   Los viñedos, olivares y cipreses de las amenas colinas toscanas le han robado desde siglos atrás el protagonismo. Quizá, a estas alturas, para bien. A ese paisaje densamente humanizado, donde los pueblos y ciudades casi se rozan, aquí lo sustituyen laderas más escarpadas cubiertas de robles, castaños y fresnos, fortalezas y borgos amurallados: los Montes Sibilinos le dan alturas de casi 2.500 metros y nevadas frecuentes hasta bien entrada la primavera, y lo relativamente asalvajado se nota también incluso en las recetas de un país culinariamente ultracivilizado, pues aquí abundan los asados pantagruélicos, las truchas de río y los platos de caza, mandan los funghi porcini y reina su majestad la trufa.

   Todos estos rasgos de carácter se acentúan contemplados desde las aspilleras, matacanes, caminos de ronda y almenas de alguno de sus castillos medievales, y yo tuve la suerte de poder verlos durante el mes largo que pasé alojado en el castillo de Civitella Ranieri, a unos cinco kilómetros de Umbertide, el mejor conservado de Umbría. Su historia es muy italiana: la medieval, llena de luchas feudales y condotieros como el temido Ruggero Cane; y la más reciente, porque a mediados del siglo XX un descendiente de los Ranieri, de ilustrísimo abolengo, acabó casándose con una rica heredera americana, Ursula Corning —la calle en la que se encuentra el castillo lleva su nombre—. Su historia fue como una de esas novelas de “situación internacional” de Henry James en las que se encuentran (y chocan, a veces trágicamente) sofisticados y decadentes europeos con voluntariosos e ingenuos americanos. Pero esta acabó bien: a su muerte, la señora Corning dispuso generosamente que su amado castillo, que restauró y habitó con mimo, se transformase en una fundación cultural que becase y albergase durante varias sesiones anuales a escritores, artistas visuales y compositores de todo el mundo. Por el castillo de Civitella Ranieri han pasado el director de cine Atom Egoyan, el artista William Kentridge o la escritora Rachel Kushner. A la elegancia simple y sin esfuerzo de sus muros y salones (y la sabrosura de sus refecciones) se suma la eficiencia americana en la gestión, y hace ya 25 años que muchos creadores han aprovechado una ocasión única para trabajar y dialogar durante algunas semanas entre pares (y entre los muros de cuatro metros de espesor que albergan los estudios, dormitorios y salones). Ojo, Civitella no es exactamente una atracción turística, y su prioridad es ofrecer tranquilidad y concentración a sus becados. Pero hace un esfuerzo por abrirse a la comunidad local que la rodea y al contexto cultural italiano. Con esa intención, organiza visitas guiadas y actividades culturales que se anuncian con tiempo en su web  y su newsletter, y vale la pena estar al tanto si se pasa por la zona y coinciden las fechas: son una estupenda ocasión de conocer el ambiente creativo de la zona, su fabulosa biblioteca de varios pisos (contiene, entre otros, los fondos donados por el poeta Mark Strand), sus jardines secretos o la capilla desafectada donde a veces algún artista o compositor invitado organiza instalaciones o conciertos.

   Luego se pueden reponer fuerzas en alguno de los excelentes restaurantes, locandas y albergues locales, perdidos en carreteritas de irás y no volverás, frecuentados por más comensales locales que turistas. Los umbros disfrutan saliendo y comiendo fuera y con sobremesas eternas tanto como los italianos (y los españoles): cerca de Umbertide y Civitella, Il Nuovo Appennino o el Ristoro in Campagna ofrecían en el otoño que yo estuve, al anochecer, verdaderos refugios y puertos seguros de camaradería y gusto por la buena mesa, con sus chimeneas encendidas, sus platos de corzo o cinghiale humeante y sus mesas bulliciosas con varias generaciones de las mismas familias riendo al unísono con bromas y chistes que se remontan tal vez al Cinquecento.

   Civitella es hoy la más seria institución de su género en un país en el que desde hace dos siglos abunda una tradición de hospitalidad como destino de escritores y artistas, pero durante muchos otros fue más bien el más serio bastión de defensa y vigilancia del valle del Alto Tíber, que se abre a sus pies y funciona como gran avenida y espina dorsal de Umbría. Este es un eje de circulación llano y fértil y muy bienvenido en una región por lo demás accidentada, y puede usarse para recorrer en coche la región de norte a sur. La ruta seguirá en eso la tónica de toda Italia: será difícil no pararse cada 10 kilómetros para visitar una obra maestra, recorrer un pueblo lleno de sabor o degustar una locanda de platos más sabrosos aún. En Umbría, en realidad, el mejor consejo de viaje es dejarse llevar por la curiosidad. Y tener el ojo atento a lo que depara cada curva del camino y el pie más tiempo sobre el freno que sobre el acelerador.

Fascinante Città di Castello

   Muy cerca de Umbertide, unos 25 kilómetros hacia el norte, está Città di Castello, un ejemplo de libro de esos pequeños borgos medievales y renacentistas que conservan en Italia toda su vitalidad, sus bancos, ambulatorios y escuelas, pequeñas tiendas, sus mercados y cafés en corsos (avenidas) que se animan al caer la tarde y por los que circulan, para envidia de nuestra España vaciada, umbros de todas las edades. En esta localidad, aparte del puro placer del paseo vespertino, se pueden visitar su catedral románica, su imponente recinto amurallado, su pinacoteca con obras del primer Rafael o de Domenico Ghirlandaio (así, como quien no quiere la cosa) y, ya en lo contemporáneo, un lugar fascinante que de nuevo recuerda la vitalidad de la Italia interior: la Fondazione Burri , instalada por el artista Alberto Burri —que tuvo su momento de éxito internacional en la segunda mitad del siglo XX— en los inmensos secaderos de tabaco de las afueras. Sus naves diáfanas y colosales le van como anillo al dedo a sus paneles coloridos e inmensos, y ofrecen una impresión estética muy distinta de las callejuelas medievales del centro.



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