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Personajes en cuentos para otro día


Publicación:19-01-2020
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Ella ya no soportaba estarse haciendo cargo de él. No la dejaba hacer lo que tanto quería, vivir solo para leer y escribir.

Memo y el cáncer


Carlos A. Ponzio de León

La enfermedad invade sin detenerse, sin mirar el daño de sus propios pasos. Recubre el rostro de Memo, destrozándole los labios, los párpados, las orejas y los mismos ojos.


Se esfuma el sueño de Memo de llegar a ver a su hija graduarse de la universidad. Vive con el odio interno de quien ha sufrido una injusticia irreparable.

Todos los días se levanta a las siete de la mañana. Llega a su oficina a las nueve, y su trabajo no para hasta las cuatro de la tarde, cuando dedica media hora para comer. Luego vuelve a sus labores y continúa el trabajo hasta las once de la noche.


Ve a su hija únicamente los fines de semana y el deterioro de su rostro es cada vez más dramático, como el de un rascacielos que estalla completo, que se derrumba con un bombazo. Quisiera poner fin a su trabajo. Espera una señal para renunciar y pasar lo último que le quede, con la familia. Pero el seguro de vida, en ese caso, no se haría cargo de lo que viene. Necesita mantenerse ahí atendiendo asuntos laborales, hasta que un médico determine que ya no puede salir de casa, porque la vista no le alcanza para conducir el auto, ni para llegar al trabajo a firmar papeles.


Entonces, de pronto, el tratamiento tiene un pequeño efecto: detiene el deterioro del hemisferio izquierdo del rostro. Los médicos discuten cómo mejorar la dosis, qué pastillas incrementar y cuáles reducir. Lo consultan con otros doctores, con los laboratorios, con personal de dependencias públicas. Llegan a un acuerdo como si amarraran las cintas de las zapatillas de un atleta, con fuerza.


El milagro ocurre completo. El rostro de Memo ha sido dañado, pero el paso de la enfermedad se detiene, se asienta. No retrocede. Un año de estabilidad. Memo expresa su amor por las cosas simples, por el canto de los pájaros, por el color de las flores y la fauna y la vida silvestre. El milagro de las nubes le hace escribir un poema, admira el iris de los ojos de su esposa, los cinco dedos en cada una de sus manos.


Memo siente que la vida se detiene, quieta como el tronco de un árbol; el pasado se escabulle, desaparece del horizonte. Frente a Memo solo hay futuro y nuevos sueños qué cumplir. Un deseo templado de observar, y otro, ardiente, por llevar a término lo que su corazón le dicta bajo el silencio húmedo de sus propias lágrimas.

Acordes y cabrioles a tempo


Olga de León

El niño -aunque lo soñaba con frecuencia- no podría haber imaginado, mientras era un niñito de solo seis años, que un día tendría cuarenta y para entonces, ya disfrutaría de algunas de las aspiraciones del soñador que un día, fue.


Mientras, la niña nunca dio muestras de tener aspiraciones para su futuro, que fueran realmente importantes. Y sin embargo, siempre las tuvo, solo que prefería mantenerlas sin darlas a conocer, se las guardaba solo para sí misma. Esta, la discreción, fue y es uno de los rasgos más característicos de su personalidad, uno que la define y retrata de una pieza, por entero; a pesar de su apariencia social de extrovertida y pronta a la risa que contagia a otros.

Pocos, muy pocos, la conocen realmente bien.


Ellos eran primos hermanos criados bajo el mismo techo, con los mismos padres por cosas del destino, lo sabían y eso nunca fue un impedimento para su estrecha relación y buena convivencia. Curiosamente, uno y otra, pensaban que eran muy diferentes siendo, en realidad, tan parecidos en lo esencial.


Un día crecieron y el destino los llevó por rumbos lejanos, alejados uno de la otra y viceversa, así pasaron varios años de su juventud y así se dio la consolidación de sus proyectos de vida. Hasta que alguien los necesitó y les pidió regresar al terruño: fue el padre de la joven y tío del varón, que no obstante, desde los seis años lo tuvo por su padre y este lo amó como al hijo que no había tenido.


Gabriel vivía hacia la parte alta y más fría de los Estados Unidos, próxima a Canadá. Anna Patricia vivía entre Francia y España, a veces en Roma y Grecia, donde pasaba parte de su tiempo de vacaciones; si bien tenía residencia fija en París y en Madrid. Cuando recibieron la notica de que su padre los requería en México, se alarmaron cada uno por su parte, y llamaron a la casa paterna, la que tenían por lo menos cinco años de no visitar… y cuando iban, nunca se quedaban más de cinco o seis días: sus compromisos de trabajo no les permitían darse tiempo para ello.


A ambos les tocó en suerte que contestara a su llamada por teléfono, el padre, pensaron que él les explicaría el motivo. Él los tranquilizó y les pidió que no le preguntaran más por el motivo de su llamada. Solo les dijo que no era un capricho y que realmente era muy importante que ambos acudieran lo más pronto posible.


Viendo que nada más les diría por teléfono, aceptaron la voluntad paterna y ese mismo día, los hijos (primos-hermanos, en realidad) se pusieron de acuerdo sobre el día que buscarían volar y llegar a México. Intentaban estar allá al mismo tiempo. No les fue muy sencillo hacerlo así, pero lograron que una llegara primero, unas horas antes y Gabriel un poco después. Por lo tanto, Ana Patricia tendría tiempo para hablar a solas con sus progenitores, antes de que el hermano llegara.


Siempre solícita y con una natural belleza en el rostro y su rizado cabello, fue recibida en casa por un padre muy delgado, más que la última vez que se vieron. Se fundieron en un abrazo que ella lanzó de inmediato al cuerpo de su padre, ahora sí, asentado en la tercera edad, viejo, para decirlo sin subliminales expresiones. Él nunca fue muy expresivo, pero ella sabía serlo con efusividad, cuando la ocasión lo requería.


Después de los dos minutos que duró el abrazo, la hija de inmediato preguntó: ¿qué pasa, dónde está mamá, está adentro, en la cocina? Vamos con ella… y quiso adelantarse dirigiéndose más allá de la pequeña estancia donde su padre la recibió. Él la detuvo. Espera Anny, le dijo: -como solía llamarla de niña y adolescente. Espera hija… Tu madre no está aquí. Se ha ido.


Hubo un momento de silencio por ambas partes. Anny, en ese instante, recordó que su madre en múltiples ocasiones le había externado su necesidad de irse, irse a cualquier parte donde estuviera alejada de su padre. Ella ya no soportaba estarse haciendo cargo de él. No la dejaba hacer lo que tanto quería, vivir solo para leer y escribir.


Y no era cosa de que el hombre se lo impidiera. No. Por el contrario, él la motivaba a que no dejara sus pasiones por preparar comida, por lavar la ropa, por asear la casa. Era ella misma quien se lo imponía y no lograba dejar de ser como era: mujer educada en la segunda mitad del siglo XIX: mujer esclava de su condición femenina y todo el rollo de la publicidad comercial, social, cívico-política y religiosa, sobre lo que era ser una buena mujer, buena esposa y excelente madre.


Pensó en todas esas charlas entre madre e hija de hacía veinte años atrás, cuando ella estaba recién titulada de una de sus carreras, y Anna reflexionó en esos precisos instantes; por eso, guardó silencio unos minutos antes de volver a hablar.


Siéntate hijita. No tarda tu hermano, ya viene del aeropuerto, y no quisiera repetir estas cosas que tengo que referirles. Una muchacha que supuso Anna, y así era, se trataba de la asistente doméstica, les llevó hasta donde estaban una charola con aperitivos y una jarra de agua de limón, y ofreció servirles. Ambos declinaron, al menos en ese instante… luego tomarían un poco del agua fresca.


No tardó en llegar, Gabriel. Dejó la maleta a un lado de la de su hermana… Saludó de abrazos y besos a ambos y les preguntó que hacían allí sentados tan formalmente… Por qué no has entrado a dejar tu equipaje, Anny. Qué sucede, padre.


Siéntate, hijo; lo pronunció al tiempo que señalaba un sillón al lado de su hermana. ¿Cómo estuvo tu vuelo, qué tal de viaje? ¿Cansado? Las preguntas eran claramente retóricas, el viejo pero no anciano padre, no esperaba respuesta alguna. Solo hacía tiempo para sacar fuerzas e informarles: “-Su madre ya no estará más con nosotros”. Entonces, ambos captaron perfectamente el sentido de la frase: “ya no estará más entre nosotros”.


Don José Gilberto tomó, de una mesita junto a él, un par de sobres que estaban bajo un libro titulado: “Una historia maravillosamente humana”, cada uno tenía al frente el nombre del hijo o la hija, y debajo del nombre, una frase: “Acordes y cabrioles a tempo”: los amo y amaré por siempre.
La carta la abrirían luego. Nada más tenían qué entender.



« Redacción »