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Los contradictorios y los pornógrafos, según Cabrera Infante


Publicación:31-12-2019
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No ti mexcondas

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Hubiera sido, en este 2019, un delicado nonagenario adicto a las palabras, como lo fuera en vida el cubano Guillermo Cabrera Infante.

  

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De los 12 textos incluidos en su libro O (Fondo de Cultura Económica), publicado a raíz de la obtención, en 1997 ?ocho años antes de su muerte, ocurrida en Inglaterra el 21 de febrero de 2005, a sus 75 años de edad?, del Premio Cervantes otorgado a su autor, resalta, acaso por su lúdica conformación, el ensayo sobre el reverendo y matemático británico Charles Lutwidge Dodgson, al que Guillermo Cabrera Infante no duda en calificar de contradictorio, que no es un adjetivo “sino un nombre común, casi propio”.

      Dice Cabrera Infante, cuidadoso de su lenguaje como siempre lo fue, que “los contradictorios pasaban días enteros sin hablar o bien hablaban sin parar durante días. Cuando se les dirigía el saludo no respondían, pero siempre saludaban a alguien que no estuviera en condiciones de responder: un muerto, digamos”.

      Para ejemplificar tal cuestión hay un cuento que puntualiza el asunto: “Una vieja sioux pidió a un contradictorio una piel para abrigarse, ya que era el invierno más frío que recordaba la tribu desde el año pasado. El contradictorio no respondió. La vieja se retiró quejosa.

      “?¡Qué tiempos éstos!

      “Decía en su equivalente indio. Días después, al levantarse, encontró una piel humana ante su tienda. Corta y perezosa (era pequeña y se acababa de despertar) se dirigió al consejo de ancianos a formalizar su protesta. Los elders, por supuesto, reprimieron duramente... a la vieja.

      “?¡Insensata! ?le dijeron así o palabra aproximada en la traducción?, ¿cómo se te ocurrió pedir algo a un contradictorio? ¿No sabes que ni siquiera podías dirigirle a uno de ellos la palabra? ¡Que sobre ti y los tuyos caiga la maldición de esa alma desollada! Se levanta la sesión”, y a otra cosa que la vida es corta.

  

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Más que una casta, los contradictorios, dice Cabrera Infante, “son una categoría humana: hay contradictorios donde quiera”, pero tal vez donde más abundan es, sí, en la literatura.

      “Petronio, por ejemplo, es un contradictorio temprano y Hemingway un contradictorio actual, sin tener en cuenta que una vez me dijo que tenía sangre india. Hay más, allá, de donde vengo. Cientos de ellos: Cervantes, Quevedo, Marlowe, Shakespeare, Byron, Goethe, Gogol, Chejov, Melville, Mark Twain, Baroja, los dos Lawrence, D’Annunzio, Nabokov: miles”.

      Sin embargo, para Cabrera Infante el tal Dodgson “es un magnífico ejemplar de contradictorio, sin desdorar los presentes. No lo hay mejor en su peso, y libra por libra es superior a los demás contendientes. Allá en esa esquina de la inmortalidad está el reverendo. Viste traje de clergyman y saluda al público y ahora, con guantes blancos, hace shadowboxing, pelea con su sombra. Es el único pugilato permitido a las sombras”.

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Nacido en Oxford en 1832, Dodgson fue toda su vida profesor de matemáticas. “Anhelando ser clérigo, se ordenó diácono en 1861 pero un tartamudeo congénito le impidió dedicarse al sacerdocio”, y, como otros famosos tartamudos ingleses (Somerset Maugham, Arnold Bennett), “echaba al papel las palabras que se le quedaban en la punta de la lengua, o quizás más atrás. La dislalia se hizo logorrea y Dodgson escribió sermones, novelas, cuentos, piezas de teatro, poemas, parodias, anagramas, sátiras, ensayos, panfletos, diarios de viaje, miles de cartas, canciones, canciones de cuna, tratados de matemáticas, de lógica, problemas, acrósticos, criptogramas y un diario personal que no se acaba nunca”.

      Soltero empedernido, “aborrecía la soledad y frecuentaba toda clase de reuniones sociales”. Detestaba a los niños “con la misma pasión que amaba a las niñas”, al grado de que en una ocasión “participó en un incidente en que una madre inglesa le pidió que no volviera a frecuentar a su niña, a quien solía sentar en las piernas... a los diecisiete años”.

      No obstante, Dodgson “era estimado por su religiosidad, sentido del orden y amor por el código de virtudes victorianas”. Escribió un sinnúmero de paradojas científicas como ésta: “¿Qué es mejor: un reloj que dice la hora exacta sólo una vez al año o uno que lo hace dos veces al día? ‘El último ?responde usted?, sin la menor duda’. Muy bien. Ahora atienda. Tengo dos relojes: uno no funciona nada y el otro retrasa un minuto por día: ¿cuál prefiere usted? ‘El que pierde minutos ?responde usted?. Incuestionable’. Observe ahora: el que retrasa un minuto cada día retrasará doce horas o setecientos veinte minutos antes de estar correcto de nuevo, consecuentemente no está bien más que una vez cada dos años, mientras que el otro está evidentemente correcto cada vez que la hora que señala llega, lo que ocurre dos veces al día. Así que se contradijo usted una vez. ‘Ah, pero ?dice usted?, ¿de qué sirve que esté bien dos veces al día si no puedo saber la hora?’ ¡Vamos! Suponga que el reloj señala las ocho en punto, ¿no ve usted que el reloj está bien a las ocho en punto? Consecuentemente, cuando vengan las ocho su reloj estará correcto”.

  

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También de Dodgson (que, además, dice Cabrera Infante que era “feo como un cómico bufo o, peor que feo, raro, asimétrico: tenía un ojo más alto que otro y un hombro caído, sordo de un oído aunque era amante de la ópera, pero vivía obsedido con los espejos, que aparecen donde quiera en su literatura”) es esta carta enviada a una de sus amiguitas (y amiguitas no es un despectivo sino un apunte literal: sus amigas eran pequeñas, entre la infancia y la adolescencia): “He estado terriblemente ocupado y he tenido que escribir montones de cartas, carretillas llenas de ellas, casi. Y me cansa tanto que por lo general me meto en cama al minuto siguiente de haberme levantado y a veces me meto en cama un minuto antes de haberme levantado. ¿Oíste alguna vez antes de alguien que estuviera tan cansado?”

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De este matemático, asimismo, es la siguiente interrogante:

      ?El gobernador de Kgovjnl quiere dar una cena íntima. Invita al cuñado de su padre, al suegro de su hermano, al hermano de su suegro y al padre de su cuñado. ¿Cuántas personas invitó?

      Los maliciosos de la literatura comparan a menudo a este reverendo “con Humbert Humbert, el psicópata sexual de la Lolita de Nabokov, pero Dodgson ?asegura Cabrera Infante? era hombre de una increíble pureza de alma y de rara salud mental en un país como el suyo, donde destripar mujeres de mundo, violar niños y estrangular viudas solitarias parece ser un deporte nacional, otro cricket”.

      Anticipado siempre, “es uno de los antecedentes de la literatura de ficción científica, al par que algunos le comparan a Kafka y aun llegan a situarlo como un precursor de Albert Camus y de la literatura del absurdo y de la vaciedad, y por lo menos una de sus escenas, un juicio en broma en que la reina, por encima de los jueces y el jurado, exige la sentencia primero y el veredicto después, recuerda penosamente los procesos de Moscú y los castigos políticos de Stalin”.

      Por supuesto, ese hombre no llegó nunca a ser conocido por su verdadero nombre sino por su famoso seudónimo: Lewis Carroll, el autor, ¿y quién otro podría haber sido sino él?, de Alicia en el País de las Maravillas.

      (La respuesta al gobernador de Kgovjnl es sencilla: invitó a una sola persona.)

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Pero una cosa es escribir demasiado y muy otra es hacerlo a cabal perfección, que de eso se trata cuando hablamos de literatura. Una cosa es la cantidad y muy otra la calidad.

      Así que vender demasiado no es una garantía de creatividad. Que Corín Tellado (España, 1927-2009) tenga en su haber, no sé, unos cuatro mil libros escritos no viene a significar que su pluma sea un portento literario. A mí se me han caído de las manos algunos libros suyos. Y aunque los he finalizado, la única sensación que me han dejado sus historias es la de un sopor telenovelero diestramente conducidas, que no lucidamente escritas, que esto ya es otro cantar. Que es, o fue, un fenómeno escritural, por supuesto.

      ¡Pero, Dios, escribir tanto para decir tan poco!

      Que sea Corín Tellado más leída que su compatriota Miguel de Cervantes Saavedra, tal como apunta Guillermo Cabrera Infante en su citado libro O, no quiere decir que los libros de aquélla superen a los del autor de Don Quijote, que no escribió ni siquiera una centésima parte de lo que publicó la asturiana, a quien, tal como recuerda el poeta Juan Domingo Argüelles, Cabrera Infante denominó “una inocente pornógrafa”, si bien cabría expresar que los pornógrafos no son nunca inocentes, ni los inocentes, justamente por su inocencia, pueden llegar a ser pornógrafos.

      “Corín Tellado ?dice Cabrera Infante? comete la explotación deliberada [...] del cambio de sexo [...], uno de sus nudos favoritos y aunque lo corte con la espada de las soluciones pudorosas, siempre lo ata con un manojo de equívocos. Esta contumacia se llama pornografía”, aunque habría que debatir ampliamente sobre este argumento porque la pornografía no es ocultación sino exhibición de lo que, por ejemplo en el erotismo, no se atreve a mostrar del todo.

      Los pornógrafos dicen las cosas por su nombre.

      Corín Tellado jamás lo hizo.

      “Además, no creo que la pornografía sea un crimen ?dice Cabrera Infante, y tiene razón?. Muchas veces he intentado hacer pornografía y me lo ha impedido mi falta de talento. Cualquiera escribe, pero un pornógrafo es un artista superior. Sade, Pauline Réage y Corín Tellado lo son. Joyce, Hemingway, Sartre no pudieron serlo”, o no quisieron, mejor dicho.

  

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Pero comparar a Corín Tellado con el Marqués de Sade es, sencillamente, una pudenda exageración de Cabrera Infante que quiso, y lo logró, exaltar en su ensayo a la escritora del amor persistentemente predecible, que, por lo mismo, llega a ser hartantemente naïve (“una primitiva por sofisticar”, dice aquí sí con agudeza Cabrera Infante).

      Finalmente, las lecturas se aprovechan o se mantienen distantes, ajenas, de acuerdo a los méritos, o deméritos, culturales de los lectores...



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