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Cultural Literatura


Viajes etéreos de la memoria


Publicación:15-12-2019
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Por la Gracia divina o por pura suerte, o porque aún no me tocaba irme, o porque ya me fui y no me doy cuenta que sueño y no vivo

No sé qué tienen estos días y sus aconteceres que mi espíritu se ha inclinado un poco o un mucho hacia la melancolía. Serán las fechas, serán los sucesos que me hicieron pensar en la levedad de la vida, cuando pasamos por accidentes de los que nos salvamos –porque Dios es muy grande, dirían mis lindas amigas devotas- casi milagrosamente. Por la Gracia divina o por pura suerte, o porque aún no me tocaba irme, o porque ya me fui y no me doy cuenta que sueño y no vivo. No sé, no sé… Soy tan particular cuando escribo, que hasta los cuentos me parecen reales.

En cambio, sí sé que esos sentimientos no son buenos. Necesito superar la melancolía, recobrar el aliento, el entusiasmo y hacer como que nada pasa, o que eso, pasará muy pronto. Tienes que dejar de pensar en la muerte, me dice mi hija… Pero, eso cómo se hace, cuando una estudió Filosofía y ama a sus muertos y los extraña tanto, más por esta época del año…

Entretanto, creo que ya encontré una buena salida: dejar que el pensamiento y la pluma corran libremente por los senderos que ahora me tocan, me circundan y quieren abarcarme toda. No los dejaré.

Tengo fortaleza para levantarme y volver a la rutina, aunque sea bastante pobre para otros: pero es mía, es la rutina de mi vida: y a vivirla he de encaminarme: ¡Escribamos, pues!

Deseo concedido Olga de León

                 Ya con su pijama puesta, todas las noches antes de ir a la cama, la niña hacia una oración. Pedía a Dios que sanara a su mamita. La madre estaba postrada unos días en su sillón favorito, en el que se quedaba para tratar de dormir, cuando en la cama no lograba conciliar el sueño.

Hacía varias semanas que estaba enferma y no podía hacer casi nada. Se levantaba solo para acudir a realizar sus necesidades, lavarse los dientes (aunque no comiera), bañarse cada que tenía un poco de fuerzas o cuando muy seguido, cada tercer día, lo cual hacía con la ayuda de la enfermera que la cuidaba de día y de noche, y cambiarse de ropa…

Esa era la rutina, desde hacía más de dos meses, de la mamá de Lupita, quien también se llamaba María Guadalupe. Pero a ella, a la mamá, todos le decían doña Lupe, aunque a la mujer aún le faltaban varios años para llegar a los cincuenta, tal vez apenas si tendría cuarenta y dos.

Sobre esa casa había caído una especie de sombra que un día penetró por las ventanas y se quedó estacionada en el cuarto de Lupe. La tristeza reinaba por todos los cuartos, subía por las paredes y se arrastraba sobre los pisos; a veces, incluso se la sentía resbalar por el barandal del segundo nivel y era como si allí también se hubiese negado a pasearse la alegría y la risa de los hijos que otra hora, otros días, habían sido la felicidad de la madre y de todos en casa.

Esa noche, mientras Lupita hacía su oración, una luz intensa, muy blanca y brillante iluminó su curto. Ella seguía orando, con la mirada puesta en el cielo de la casa, como quien quiere mirar más allá del techo interior… Y, esa noche lo logró, pues la luz no era otra cosa que la respuesta a sus constantes plegarias. Diosito, ¡al fin me has escuchado! Me has mandado un ángel para que sane a mi mamita, ¿verdad? O, es la Virgen que por fin me regresa la alegría y con ella a mi madrecita.

En la sala principal de la casa, en el salón más grande que en ella había, en medio, justo al centro, estaba un féretro de caoba y cuatro grandes cirios encendidos junto a cada esquina de la caja. Una mujer había muerto la víspera de la madrugada, antes del amanecer, el último día que la niña se había quedado dormida en su cuarto rezando para que su madre sanara.

Entonces, al despertarse, vio esa luz brillante, y en su inocencia la entendió como la respuesta favorable de Dios a sus plegarias. Pero, no. Dios sí le respondió, sin embargo, no fue exactamente en la forma que ella se lo pidió. El destino estaba marcado, Lupe moriría y una niña se quedaría sin su madre.

Pasaron los días y Lupita palidecía un poco más cada noche, desde que su madre partió. Ella, fiel a su Fe y a su creencia inocente, siguió orando, ahora le pedía a la Virgen que resucitara a su madre, porque ella moriría si no volvía a verla.

La Virgen se compadeció de la niña y una noche de otoño, justo un doce de diciembre Lupita subió al cielo. Como solo se había quedado dormida, no se dio cuenta de lo que le había pasado. Y cuando se despertó, solo atinó a decir: Virgencita, ¡no me fallaste! Allá veo a mi madre y veo que viene sonriendo… La niña quiso correr, pero no pudo. En cambio, sí pudo volar, como que le habían nacido alas la víspera de su muerte.

El rechinido de los neumáticos fue aviso tardío, un cuerpecito inocente quedó en el asfalto.  Lupita era sonámbula, y rezando, rezando con los ojos cerrados salió de la casa y quiso cruzar la acera para abrazar a su madre que la vio venir a su encuentro: “Virgencita, no me fallaste…”.

Vacaciones de la abuela. Carlos A. Ponzio de León

La abuela sabía que cuando sus hijos la llevaban de vacaciones con sus propias familias, siempre regresaba sana y salva a casa. Por eso aceptó, inmediatamente, cuando el menor le dijo que, ese verano, irían a la playa. Viajaron, como de costumbre, en dos autos, ella en la camioneta Ford familiar para ocho pasajeros de su hijo Rogelio, junto con sus dos niños, esposa y dos sobrinos.

El viaje de ida duró seis horas; pero la abuela llegó contenta a Acapulco. Bajaron con las maletas y se registraron en el hotel, vistieron trajes de baño, cargaron con sombrillas, botanas y refrescos, y se dirigieron al mar. El sol pegaba duro, como latigazo seco en la espalda. Destejía sus propios rayos al encontrarse con el agua, solo para redirigirlos contra los rostros de los bañistas.

Las familias permanecieron en la arena hasta el anochecer. Regresaron a sus habitaciones y cayeron rendidos en la cama. Durmieron como pedazos de lámina tirados en el pavimento.

Al amanecer, los niños fueron los primeros en despertar y levantarse, en ponerse sus trajes de baño y estar listos para el desayuno, el cual, una de las nueras iba preparando conforme la familia se sentaba a la mesa. Media hora después, nadie estaba ya en cama, excepto la abuela, quien no despertaba.

Nadie dio importancia al hecho, hasta que comenzaron a listarse para subir a los autos. Rogelio la descubrió recostada: La abuela no se movió, estaba tiesa. Rogelio pidió ayuda a sus hermanos y ellos lo confirmaron: Había muerto. El mayor le marcó a un amigo abogado, quien le explicó la gran cantidad de trámites que debían realizar para trasladar el cuerpo de regreso.

“¿Y si nos la llevamos sin dar aviso?”, preguntó el mayor. “Pues sí, pero tráigansela de prisa, sin parar”. Entre los tres hijos de la abuela envolvieron el cuerpo en una sábana del hotel y la cargaron a la Ford familiar para ocho pasajeros. La colocaron en la parte trasera y la rodearon con maletas.

Partieron casi a medio día, y a las dos horas de camino, comenzó a sentirse el hambre, sobre todo entre los niños. “¿Nos podemos detener a comer?”, preguntaron las nueras. “Los niños están muy inquietos”. Soportaron el hambre una hora más, hasta que se toparon con un centro comercial en medio de la carretera. Ahí se detuvieron los dos autos.

Hallaron un lugar donde se servía barbacoa y ese fue el que eligieron. Taquearon con calma, poniéndole salsas roja y verde a sus rollos de tortilla y bebiendo refrescos de sabores. Comieron con calma: El asunto de la abuela los traía consternados, tristes y lentos. Pero finalmente terminaron con sus alimentos.

Al llegar al estacionamiento, vieron que algo no se encontraba bien. El lugar de la Ford familiar para ocho pasajeros, repleta de maletas en su parte trasera, no se encontraba donde la dejaron: su sitio lo ocupaba un sedán.

Buscaron entre otras filas de autos: tal vez Rogelio no había puesto atención al cajón de estacionamiento donde había parado la marcha. Y siguieron buscando… y siguieron. A la media hora comenzaron a comprender que posiblemente las maletas habían atraído a los asaltantes. Reportaron el robo a la policía; más no el cuerpo.

Luego de esas vacaciones, la abuela no regresó a casa: ni viva, ni muerta. El desconsuelo de los hijos y de los nietos rodó de regreso a la ciudad en un autobús de segunda. Las ganas de salir de vacaciones, nunca más volvieron para la familia de la abuela.



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