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Adiós, maestro


Publicación:08-09-2019
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Uno de los más brillantes discípulos de Francisco Toledo habla de su convivencia.

Cada cual frecuentaba la casa del otro, comían, se tomaban unas cervecitas y cuando el maestro decía "¡hasta aquí...!", se levantaba de la mesa, se retiraba sin que nadie lo pudiera retener y al día siguiente se reanudaba la labor creativa. Así lo cuenta

Oaxaca.- Alberto Miguel Ángel Méndez Aguilar (Oaxaca, 1984) tiene alrededor de 16 años como discípulo de Francisco Toledo. Fue gracias a su suegra, Carmela Avendaño —vieja amistad de la familia del artista—, que conoció al maestro. Se abrió camino en el taller de papel y de ahí brincó a varias áreas más, hasta llegar a manejar con depurada técnica diversos materiales.

      —El primer año fue de adaptación, pues Francisco Toledo era una persona seria, reservada y no tan fácilmente cogía confianza con la gente. Hasta que vio mi trabajo y mi constancia fue que comenzamos a interactuar, hace 15 años—, explica a Notimex durante una entrevista, en el marco del homenaje estatal que se rinde al polifacético creador.

      Toledo confió en Alberto Miguel Ángel y comenzó a encargarle trabajos de él mismo. El maestro ideaba la pieza, la bosquejaba y el entrevistado la desarrollaba, terminaba o afinaba, según el encargo que se le hiciera. Eran piezas y grabados de mucho valor estético, artístico y económico; el trabajo de Méndez Aguilar consistía en darles texturas para que Toledo trabajara a partir de ahí.

      —En cierta ocasión fuimos a Puebla para desarrollar unos trabajos en cerámica de Talavera, eran unas piezas en forma de galletitas que debí realizar. Sufrí mucho porque galleta que le mandaba, galleta que me regresaba porque no le gustaba. Al fin encontré la figura que él tenía en mente y comencé a hacerlas en serie. Cuando esa labor concluyó, me felicitó efusivamente porque, eso sí, el maestro era muy agradecido. Las galletitas fueron enviadas al taller, vidriadas, coloreadas y vendidas a buen precio.

      A partir de ese momento, trabajó nuevos elementos como oro, cerámica, cera y otros materiales que Francisco Toledo le enseñó a manipular. Además de ser un hombre nacido con el don de la creación artística, Toledo poseía igualmente facilidad para la docencia y la enseñanza. Invitó a Alberto Miguel Ángel a su casa para que, desde entonces, trabajara directamente con él, a diferencia de otros empleados y alumnos,  quienes no tenían un contacto tan directo ni estrecho con el mentor.

      —Muchas veces, de repente, anunciaba que tenía una nueva exposición, ya sea en la Ciudad de México o en otro punto del país. Llegaba al taller y sobre la marcha él mismo trabajaba a la par de quienes estamos en el proyecto, sin dejar de dar instrucciones; por ejemplo, no usar los colores que no sabemos emplear, como el rojo que es muy delicado y demandante en cuanto a limpieza y cuidado de contornos.

Vuelan los papalotes

Por esos años, y a partir de que el entrevistado se convirtió en uno de sus mejores asistentes, Toledo concibió la idea de diseñar, crear y vender papalotes con su firma.

      —Los papalotes se hicieron muy famosos tras una exposición que hizo el maestro con esas piezas. Contento por el éxito obtenido, comenzó a elaborar más y más —a veces sin necesidad de lápiz— para crear nuevos diseños. Únicamente pedía tijeras con bastante filo, tomaba el papel en sus manos, lo doblaba y hacía los cortes necesarios. El resultado eran papalotes de diversos tamaños, formas y colores. Nosotros los barnizábamos y si le gustaban, los firmaba y se iban a la venta—, refiere el entrevistado, moviendo las manos y dibujando en el viento para ilustrar su charla.

      Cuando se inauguró el Centro de las Artes de San Agustín (CASA), donde se imparten clases de diversas manualidades artísticas, Toledo indicó a sus pupilos que se convertiría en una cooperativa. Al principio él formó parte de la administración, pero con el paso del tiempo dejó a sus discípulos trabajar solos.

      —Un día, estando en San Agustín, como a 50 kilómetros de la ciudad de Oaxaca, Toledo me pidió que en mi motocicleta lo llevara a la capital del estado. Entendí ese gesto como la consolidación de nuestra amistad. Luego frecuentaba su casa, él la mía y sus enseñanzas hacia mí aumentaron, así hasta llegar a la mica (trabajos realizados con radiografías médicas recicladas) y moldeado en madera, que es algo sumamente difícil.

      Añade que el artista "era imparable, siempre trabajando y pidiendo cosas a todos sus alumnos. Con micas le hice unos changuitos, pulgas y otras figuras muy bonitas".

      En materia de pintura, lo que más hicimos juntos fueron los papalotes y cuando el láser llegó a casa, el trabajo fue más preciso y detallado, fino ante los ojos de la gente. El mayor trabajo fueron sus diseños plasmados en papalotes, eso hacía sobrevivir el taller, porque las ventas de papalotes que él firmaba dieron para sueldos, mantener el lugar y pagar a los empleados, de acuerdo con el joven artista.

      —Fueron muchísimos, hasta la fecha se siguen haciendo papalotes y estos años, al mes, producimos alrededor de 300, nada más para las tiendas de arte. Firmaba una cantidad establecida por él para que se vendieran como obras de arte. Nosotros le dábamos un porcentaje por las firmas colocadas en cada pieza y con ese dinero él mantenía las becas que su fundación entrega a diversas personas—, recuerda.

      Como persona, dice Alberto Miguel Ángel Méndez Aguilar, Francisco Toledo era excepcional:

      —Me apoyó para seguir estudiando, me enseñó a trabajar y me dio oportunidad de hacer algo de mi vida, porque antes me gustaba un poquito el ocio. Convivimos años, comimos en familia y conoció a mis padres y hermanos. Convivimos mucho tiempo. 

      "Como persona lo puedo definir de una manera: una persona extraordinaria", rubrica el joven artista oaxaqueño, quien siente la partida del maestro, porque nunca pensó que se fuera a ir tan pronto.



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